Micheline es una amiga heredada. Heredada de mi padre, se entiende. Tiene 82 años y más de cincuenta ferias de abril en los ojos. Con un abono del 9 y la fe puesta en catorce muletazos. Partidaria de Ponce y de Las Piletas. Sin desaliento. Todos los años baja de París a Sevilla. Veintisiete años lleva comiendo cada tarde de toros en ese restaurante sevillano. Y casi tantos siguiendo al torero de Chiva. Yo también le voy viendo crecer la solera a Las Piletas. Le crece por dentro, que por fuera todo está como el primer día. Carteles de toros, recuerdos de albero crucificados por las paredes y, del techo, colgando, treinta jamones, veinte ristras de chorizo y una sarta de ajos. Hay tabernas taurinas de imitación, pastiches tan falsos como la falsa monea, pero en Las Piletas todo está donde tiene que estar, muy de verdad y muy de siempre. Cada Feria de Abril vuelvo. Solo o en compañía. En la memoria, mi padre y los carteles de feria que le guardaba Gabriel, el encargado. Allí sigue Gabriel, tal cual, el pelo blanco, y un cartel a nombre de nadie.
En Las Piletas comí el día en que tomó la alternativa Garrido. Bien, como siempre. Platos sencillos, cocina andaluza y de fuera la merluza en salsa verde. El rabo de toro y la fritura de pescado son el santo y seña de la casa. Para todos los públicos. Alguna que otra cuadrilla de toreros, a primera hora, como mandan los cánones de la siesta de antes de la corrida. Tres mexicanos de pelo negro y balacera. Dos amigos de Almendralejo que aseguran que leen esta columna todos los domingos y que se pusieron como “el Tenazas” a jamón, gambas de Huelva y lo que no se cuenta. ¡Va por ustedes…!
Admiro a Micheline, una francesa de ojos garzos y bandera; firme, educadísima,… y fiel a la tauromaquia por los siglos de los siglos. Come poco, las francesas ya se sabe,… pero cuando hablamos de toros paso un apuro muy grande… y es que ella ha visto lo que yo nunca he de ver.