Tony desayuna langosta en la plaza de la catedral. Tal cual. Cada mañana una o dos. Mientras, La Habana se le bambolea y le canta. En Cuba se canta y se baila, pero a Tony le delata el aceite. De oliva, por supuesto. Cada vez que viaja a Cuba se lleva aceite de oliva extremeño. Según él, allí la langosta sabe a poco, y lo que es peor, pringada en mantequilla acaban por echarla a perder. Tony prefiere la langosta del Caribe bañada en aceite de Villamiel. En un libro que acaba de publicarse, “El Banquete de los Dictadores”, se cuenta que Castro opina como Tony. Según Fidel, la langosta hervida pierde enjundia, viene a menos, empobrece. La cubana es una langosta de subsidio y aguas cálidas. Por eso el compañero Fidel recomienda prepararla al horno o, como mal menor, a la brasa. Y, es más, se atreve con los detalles. Once minutos de horno, seis de brasa. Para eso es el compañero presidente. En “El Banquete de los Dictadores”, además de cómo preparar la langosta según Castro, se hace también mención de la sopa de tortuga como uno de sus platos preferidos. Tortuga de mar, claro. Un animal ahora en peligro de extinción. Pero Tony prefiere las langostas. Junto a él, en la plaza de la catedral, un combo le canta boleros. Tony y los músicos. Tal para cuáles. Les ha prometido que les enviará cuerdas cuando vuelva a España. En Cuba hay más langostas que cuerdas de guitarra. Un cubano desdentado ríe. Otro, más joven, se arranca por “Lágrimas negras”. Comer en Cuba es todo un arte. Medio en broma medio en serio aseguran que el cartel de “No alimentar a los animales” del Zoológico Nacional fue sustituido por otro que decía: ”No comerse la comida de los animales”. Al final hubo que poner otro aún más severo que rezaba “No comerse a los animales”. Eso le cuentan a Tony entre bolero y bolero. Tony ríe y yo sigo leyendo. Cuba merece la pena, pero para langostas mejor O Grove.