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Fernando Valbuena

La Cuchara de San Andrés

CELA EN LA VECILLA

Cela joven.

 

Si no fuera por sus pocas carnes bien pareciera un emboscado. Llegó a La Vecilla tratando de curar la tisis. Cumplidos los veintiuno, España en guerra. De la guerra se han dicho muchas mentiras que han acabado siendo moneda de curso legal. Es verdad que se pasaba hambre, al menos en zona roja. Baste recordar aquel soberbio recetario de Ignacio Domenech, “Cocina de Recursos”, en el que se enseñaba como preparar calamares a la romana sin calamares y tortilla de patatas sin patatas y, por supuesto, sin huevos. Eso en La Vecilla no pasaba. La Vecilla del río Curueño es un pueblo hecho de frío, allá en la alta montaña leonesa. El muchacho, flaco, feo y algo tarambana, se hospedó en la Fonda Ricardo. Invierno del 38. Compartía mesa y diario con el señor juez, el señor notario (los miércoles) y el señor comandante militar (otro emboscado, supongo). Comían de la mano de tía Amelia en una muy espaciosa mesa camilla. Allí no faltaba nada de lo que la decencia permite, o permitía por aquel entonces, desear. “Desayunaba tres huevos fritos con panceta, morcilla o chorizo, según los días, o a elegir, un plato sopero de papas de harina de maíz con un dedo de azúcar encima, dos tazones de café con leche, uno mojando tostadas de pan de mollete con mantequilla o veinte galletas de María Artiach, y dos manzanas y dos plátanos…” “Almorzaba un plato de sopa de fideos o de macarrones muy espesa, una sopa substanciosa, y como está mandado otro plato de lentejas con arroz y generosos tropezones de jamón, oreja, morro y torreznos, o de fabada y dos libras, no creo que faltase mucho, de carne roja y sangrante poco hecha con una sopera de patatas cocidas sobre las que se había dejado caer una rumbosa y liberal pella de mantequilla; lo acompañaba todo con una hogaza de pan candeal que comía casi entera y dos vasos de vino tinto del Bierzo pero en vaso de agua, que cabe más; siempre me daban postre de cocina, leche frita o flan o arroz con leche”. Después, no podía ser de otra manera, siesta de orinal de no menos de dos horas. La merienda y la cena se las ahorro a ustedes, amables lectores, pues les noto cerca del empacho. Al cabo de unos meses de dieta tan pantagruélica el muchacho tuvo que reincorporarse a filas, pero siempre llevó consigo la memoria dichosa de haber comido en la Fonda Ricardo de La Vecilla. El muchacho se llamaba Camilo José Cela y, poco antes de morir, en 2001, lo dejó escrito en “Memorias, entendimientos y voluntades”.

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Sobre el autor

"Todo comienza con un chorreón de aceite al que se añaden unos ajitos. Sempiternas primeras palabras de los recetarios ibéricos, génesis indubitada del arte culinario nacional. Quiso Dios poner en cada cocina un clavo para que de él colgaran las ristras de ajos. Ristras soberanas de las viejas, de las muy nobles y muy invictas cocinas españolas. Alma y fundamento de asados, fritangas y guisotes. ¿Qué sería de España sin sus ajos? ¡Soberbios fogones patrios! ¡Alabados seáis!"


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