Vivimos cierta banalización de la realidad. La sociedad presente tiende a lo superficial. La culpa no sé exactamente si la tiene el triunfo yankee del 45 y la corrosiva influencia de su infantiloide modo de entender la vida, tan ajeno al europeo; o simplemente es fruto de la extensión de una subcultura de lo visual frente a la cultura tradicional, nacida del estudio y la reflexión sobre letras de imprenta. Sea como fuera, el caso es que también en la gastronomía triunfa el ñampa zampa del colorín colorado. Vivimos envueltos en conservantes y colorantes. En medias verdades, plexiglás de usar y tirar. Cocinamos en colores para epatar a entendimientos propios de lactantes. Quizá el caso de las ginebras sea paradigmático. Bajo el paraguas de premium se sirve mucha birria sucia. Ginebras con sabor a fresas de Huelva, pongamos por caso. Ginebras con sabor a aceituna arbequina y cilantro de Bulgaria. En apenas cuatro años más de quinientas nuevas ginebras españolas se disputan el mercado de la tontería. Es cierto, y ha sido bueno durante más de cinco siglos, que se haya buscado matizar el bouquet, vale, pero la realidad presente, esta aceptación colectiva del absurdo, más bien es propio de meninges de jazmín y TBO. Me recuerda tal fenómeno el de los puros en USA, donde los hay con sabor a chocolate o, también y para más inri, a tierra fértil, a mentol y a todo lo que se le antoje al iluminado de turno. Y los hay porque se compran. Caros, por cierto. No lo olvidemos. Yo soy más bien de sangría, que es una forma, noble y popular a un tiempo, de dar sabor de verano al vino. Soy también partidario de los vinos calientes de Francia, los llamados “vin chaud”, y de las quinas con yema de nuestros enfermos de ayer; pero no de los vinos con sabor a almeja o glutamato yeyé. Y están al caer. Lo dicho, vamos hacia la infantilización de las masas.