Encender un habano es un acto de amor que precisa de cierta dulzura en el cortejo. Sobarlo una y otra vez hasta sentir los aceites que lo envuelven. Buscar en la nariz los mensajes que oculta. Encender es compartir los deseos más íntimos. A solas o en compañía. Lo primero es comprobar que no ha perdido la humedad que trajo de Cuba. Un buen humidor, bien atendido, hace milagros. Basta con presionar ligeramente el habano por su pie. Estará esponjoso si se ha conservado a no menos de un 70 por ciento de humedad relativa. Si se ha de pecar con la humedad, mejor pecar por exceso. Al menos así los prefiero yo.
El corte es siempre delicado. Cada amante tiene el suyo. Todo está permitido salvo rasgar la corona del cigarro. Los cortes clásicos, de lado a lado, hirientes, severos; los cortes en redondo, más dulces, mis favoritos. Eso sí, convendría saber, que un corte demasiado grande hará que el tiro sea mayor, mayor la temperatura del cigarro y que en su tercio final el puro será especialmente amargo. Por el contrario, un corte demasiado pequeño hará que los sabores se concentren en demasía desde un principio y desbaratará el tranquilo deleite de la fumada.
Encender un habano tiene su rito y su liturgia. En la más tradicional se utiliza el cedro. Las cerillas de madera también, por supuesto. Los mecheros de soplete son hoy, sin duda, lo más cómodo. Pero yo, heterodoxo, disfruto huroneando el zippo, jugueteando con él, oliéndole la gasolina. Lo verdaderamente importante es que el encendido sea homogéneo. Todo el pie del cigarro debe arder por igual, sin irregularidades. No hacerlo es estropear irremediablemente el habano. Que las primeras caladas sean profundas, sin llegar a tragar nunca el humo. Cuidado con el viento. Nada de fumar andando. Aguante la ceniza hasta que caiga por su propio peso. Probablemente ese primer tercio del puro, cuando la ceniza aún no ha caído y la temperatura es la perfecta, sea el más placentero. Antes de encender de nuevo, retire uniformemente todo resto de la ceniza anterior. Y cuando le llegue la hora deje que su amante muera dulcemente, sin violencias.