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Fernando Valbuena

La Cuchara de San Andrés

HUEVO HILADO EN EL GOLFO DE CORINTO

Foto del grupo en Rodas.

No se cenaba mal en el Ciudad de Cádiz. Aquel barco de la Compañía Trasmediterránea que en 1933 fue embajada y cátedra de España en el Mediterráneo. En palabras de María Ugarte, exiliada luego en la República Dominicana, viajaban todos bajo las solas banderas de cultura. María era una de aquellos estudiantes de excepción embarcados junto a sus profesores en lo que la historia dio en llamar el crucero universitario del 33.

No se cenaba mal, no. Al menos eso es lo que cuenta Isabel García Lorca en una carta a sus padres que aún se conserva en la casa museo de su hermano el poeta. Lo que les voy a relatar ocurrió tras una de las cenas, y lo recuerda otro de los estudiantes viajeros, Guillermo Díaz Plaja, en un artículo publicado en el cincuentenario de la singladura. Una de esas terceras de ABC para enmarcar. “En la rueda de las horas fugaces…”, cuando el joven Guillermo recogía romances sefardíes en las juderías de Rodas y Salónica.

Ocurrió una noche negra tras la cena. Estaba el barco blanco, como lo llamó Gregorio Marañón, a las puertas del Golfo de Corinto, en lo que en su día fue Golfo de Lepanto. Con o sin luna, no lo aclara el autor. Cenaban consomé de huevo hilado, merluza a la florentina, granadinas de ternera parmentier, acelgas a la malagueña, rosbif a la inglesa, ensalada y, de postre, flan de caramelo y canastilla de frutas variadas, café, té, leche, manzanilla o tila. El decano, máxima autoridad entre los expedicionarios, Manuel García Morente, les recordó el lugar en que se hallaban y, con la voz sobria de siempre, les pidió que en cuanto acabaran de cenar subieran todos, maestros y estudiantes, al puente de mando. En palabras de Guillermo Díaz Plaja: “Vibraba un aire de algodón cálido bajo las estrellas. Nosotros veíamos al viejo profesor, enhiesto y silencioso, llevando en la mano su salacot de excursionista. Alguien pidió silencio,… y el silencio, por un momento, se impuso al rumor del oleaje. Don Manuel parecía crecer en la penumbra. Y, de pronto, se le oyó, enérgico y a la vez tembloroso, este grito repetido: ¡España! ¡España! ¡España!”

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Sobre el autor

"Todo comienza con un chorreón de aceite al que se añaden unos ajitos. Sempiternas primeras palabras de los recetarios ibéricos, génesis indubitada del arte culinario nacional. Quiso Dios poner en cada cocina un clavo para que de él colgaran las ristras de ajos. Ristras soberanas de las viejas, de las muy nobles y muy invictas cocinas españolas. Alma y fundamento de asados, fritangas y guisotes. ¿Qué sería de España sin sus ajos? ¡Soberbios fogones patrios! ¡Alabados seáis!"


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