Cuando viajo procuro pasar por Monesterio. Que voy a Lisboa, paso por Monesterio. Que voy a San Cugat del Vallés, paso por Monesterio. Todos los caminos del buen yantar pasan por El Rinconcillo. Tengo, como el toro bravo, querencias indescifrables. Tan profundas y tan misteriosas como impenetrables son los arcanos de la dehesa.
Antonio Parra es El Rinconcillo. El Rinconcillo es Antonio Parra. Un pueblo, un restaurante, un cocinero. Y su gente. Y su esposa. Toda una tropa en formación de combate. Un 4-3-3 muy extremeño, pero con aroma a Sánchez Pizjuán en día de partido grande.
Antonio tiene las ideas claras, la lengua larga y los fogones enchufados a la tierra bendita y caliente de Extremadura. Es miajón extremeño el suyo, abierto en la ruta de la plata, en el camino del puerto de Sevilla, trianero, con los ojos perdidos en el mar que mece La Habana. Así es El Rinconcillo, vía muerta de todas las rutas, pequeñito, agradable, limpio y bien iluminado. Tan bien iluminado que las luces bendicen el plato y el plato, carne o pescado, lo agradece sintiéndose joven y bello, aún más que cuando partió de cocinas para su última singladura.
Y su entraña es extremeña aunque Antonio sueñe a todas horas con mares, con atunes de almadraba, con merluzas flamencas y con los mil y un pececitos de Zahara. Extremeñas son las migas con prueba de matanza, extremeño el cordero al estilo mozárabe, extremeñas las tortas, el aceite de Monterrubio y un D.O. que estremece las entendederas y afloja las carnes del comensal más sinsorgo.
Prueben la ensalada de bacalao o las carrilleras al vino tinto o lo que se les antoje. Están en un buen sitio para sufrir diarrea de antojos. Aflójense el cinturón de castidad. ¿Un heladito de aceite de oliva tal vez? Pónganle a los dientes la misma pasión que Antonio le pone a sus manos de cocinar.
Y no olviden comprar lotería de las peñas sevillistas. No suele tocar, pero después de comer como han comido, no esperen que les vuelva a tocar la lotería en mucho, mucho tiempo. Sería abusar.