En Colliure está enterrada media España. Del castillo al cementerio. En la extraña geografía del alma, los mapas no tienen más leyendas que las de la pasión. Colliure también es España. Al norte de todo, pero España. Por mucho que en 1659, por el Tratado de los Pirineos, Colliure, el Rosellón entero, quedase en manos francesas, Colliure es España. No puede ser de otra manera. De no ser así, no se hubiera dejado morir allí Antonio Machado.
Pero si por algo ha pasado Colliure a la historia, además de por Machado, es por las anchoas. El Rey Sol, Luis XIV, para congraciarse con sus nuevos súbditos les eximió del impuesto de la sal, la gabelle, lo que propició años de crecimiento económico al amparo de la industria pesquera. Fue su particular siglo de oro. En sus catalanes, diez metros de eslora y seis marineros, salían a la mar y lanzaban sus redes, grandes redes llamadas sardinales. En toneles de sal conservaban las sardinas, el atún, el bacalao y, por supuesto, las anchoas. Sal a manos llenas. Soberbias anchoas de Colliure. Probablemente las mejores de España.
Pero las anchoas han venido a menos. Hace ya cuarenta años que zarpó el último de aquellos barcos que llamaban catalanes. Hoy, arrumbados en el puerto, son reclamo para pintores y turistas. Colliure tiene imán para los pintores. Debe ser cosa de la luz. Es la Cote Vermeille, de Port Bou a Carcassonne. De la luz y de la buena mesa. Anchoas enteras en salmuera o en aceite. Pero no solo anchoas. En Colliure lo mismo se comen sardines grillees, que rape, que vieras, que la mejor de las bullabesas. Pero las anchoas son parte de su historia. Como Rocroi o Las Dunas, dos batallas perdidas, lejos muy lejos, pero que decidieron la historia del Rosellón.
Antonio Machado llegó a Colliure con la muerte escrita. Se hospedó en el Hotel Bougnol-Quintana. No sé si tuvo ocasión de probar las anchoas. Hoy duerme en el cementerio, al pie del castillo. “Caminante, no hay camino,… sino estelas en el mar”. De Colliure, claro.