Que la besamel viene de antiguo, es cosa que nadie duda. Ni el propio Louis de Bechameil. Que las salsas son la quintaesencia del placer culinario, tampoco admite oposición. ¡Destilado sacro! Que no hay plato que no respire por su salsa. Por ejemplo,… una buena besamel. Con su quesito o su jamoncito o sus setitas… o los itos, ¡e hitos!, que ustedes tengan por conveniente. Sea como fuere, sea como se llamase: bechamel, besamela o salsa blanca,… bien rica está, gratinando verduras o rellenando fritangas.
Fue el cocinero François Pierre de La Varenne (1615-1678), marmitón que fue de marqueses y demás, quien primero llegó a la ventanilla donde la historia registra las invenciones. Francés, como habrán sospechado. Y listo, puesto que su obra, Le Cuisinier François, publicada en 1651, es referente en la gastronomía. Afirmaba con buen tino Néstor Luján, maestro español de todos los gastrónomos, “que Madame de Sablé (1599-1678), una coqueta remilgada, refinadísima, decía en su correspondencia que tal recetario era una nonada, una verdadera tomadura de pelo… pero el éxito popular del libro de La Varenne fue extraordinario, puesto que en el espacio de unos setenta años se publicaron más de treinta ediciones”. Mal año, por cierto, y por lo que vamos viendo, 1678.
El caso es que como tantas veces ocurre en la cocina, los cocineros dedican sus creaciones, o sus recreaciones que de todo hay, a la mayor gloria de sus mecenas. En este caso, Vareme dedicó su supuesta creación a Louis de Bechameil (1630-1703), marqués de Nointel, financiero, recaudador, algo usurero e intendente real de Luis XIV; a la postre, ricachón y gastrónomo. Y es que la nobleza viene a ser lo que las puntillitas al huevo.
A partir de una buena besamel… ¡el mundo entero! Para golosos y tragones de todo siglo y lugar. Con roquefort, gorgonzola o lo que se tercie, con cardos en las cenas navideñas de Aragón, en las croquetas de La Cueva, el mítico apeadero del yantar en Alar del Rey, rellenando pimientos en los caseríos vascos… pariendo larga descendencia de salsas de bautismo más o menos ampuloso, y condumio siempre apetitoso, llámense mornay, villeroy, thermidor, soubise, vernet,… La tropilla francesa, siempre invasora y siempre canalla en nuestro poemario decimonónico, despabilada como ninguna, sobre la bechamel alzó un imperio.