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Fernando Valbuena

La Cuchara de San Andrés

CÓMO ENCENDER EL HABANO

Empezó fumando en pipa, pero al final se rindió a la revolución del habano.

 

Encender un habano tiene su liturgia. Estaciones de una única pasión, no por muchas veces acariciadas menos sensuales. No hay ventura mayor que ese primer beso. Cada fumador tiene su propio rito. En el fumar, como en el amar, todo vale. O casi todo.

¿Primero cortar o primero encender?  Hoy, los más listos, personajes entre los que no me encuentro, cortan después de encender y lo argumentan. Creo que no viene al caso. Y como además de tonto y, para más inri, soy torpe, creo que lo mejor es cortar en frío y luego encender, sin temor a quemarnos en plena chapuza. Lo razonable, eso sí, sin duda, es calentar antes de encender. El puro caliente enciende mejor. Basta acercar la llama a cierta distancia, deslizándola dulce, voluptuosamente, por todo el cigarro.

Utilice largas cerillas de madera, tiras de cedro, mechero de gas o soplete.  Lo único que está prohibido es encender con gasolina, que es precisamente lo que me gusta a mí. Sesudos inquisidores lo tienen prohibidísimo. Me causa esta perversión un indescriptible deleite. Haber olido el habano en frío, sobarlo lentamente buscando las cavidades, los promontorios, los aceites que desprende al calentarlo entre los dedos, para luego recibir el golpe narcótico de la gasolina es, al menos para mí, habitar las puertas del paraíso. La gasolina a granel, el Zippo por supuesto, te recuerda de dónde vienes y, al mismo tiempo, da por bienvenida la juerga.

Lo suyo es encender con el cigarro en la mano. Ligeramente inclinado frente a la llama y sin que ésta llegue a tocarlo. Despacito, con suavidad. Rotando el pie para que la combustión sea pareja. De esto dependerá, se lo digo en serio, que la fumada sea luego grata. Repito, pareja. Evite ahumar la capa cual barrabás; es impropio del buen amante. Y una vez encendido, evite menearlo indecentemente. Recuerde que fumar es cosa de dos. Usted y su cigarro. Evite brusquedades, basta con soplar tiernamente sobre la brasa para comprobar que su pareja de baile está al rojo. Llévesela a la boca, que el humo le golpee con el vaivén de las olas, hasta el fondo; mientras oye gemir las hojas de tripa al crepitar. Y échese a volar.

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Sobre el autor

"Todo comienza con un chorreón de aceite al que se añaden unos ajitos. Sempiternas primeras palabras de los recetarios ibéricos, génesis indubitada del arte culinario nacional. Quiso Dios poner en cada cocina un clavo para que de él colgaran las ristras de ajos. Ristras soberanas de las viejas, de las muy nobles y muy invictas cocinas españolas. Alma y fundamento de asados, fritangas y guisotes. ¿Qué sería de España sin sus ajos? ¡Soberbios fogones patrios! ¡Alabados seáis!"


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