Cocherito era de Bilbao. Torquito I, sin ser de Bilbao, sin alcanzar las cumbres taurómacas del Cochero, le sobrepasó en galanuras culinarias. Torquito era de Baracaldo, cuando ser de Baracaldo era ser de hierro y horno alto, de ría y tren hullero. Debutó vestido de luces en 1905. En 1908 toreó en la recién inaugurada plaza donostiarra de Martutene, la primera plaza cubierta que hubo en España. En 1912 inauguró la de Castro Urdiales, toreando con otro paisano, el legendario Zacarías “puño de hierro” Lecumberri. Tomó la alternativa de manos del “Papa Negro”, en Barcelona el año doce. Caso curioso, el toro de la alternativa se llamaba “Vizcaíno”. Toreó por última vez en Bilbao, alternando con Cagancho y Vicente Barrera. Era el año 1929.
Pero Serafín Vigiola del Torco, además de torero templado, era soberbio cocinero. La leyenda le atribuye la creación de uno de los platos más populares del recetario vasco, la zurrukutuna. Y si no fuera de su invención, al menos parece ser cierto que la preparaba con mano diestra. Viene a ser una sopa de ajo a la que se le añaden trozos de bacalao desmigado, previamente asado. Caldo sabrosísimo, recio en boca, de atrevida factura, antañón por sus hechuras, caliente y espeso como el beso de la muerte. Plato al que algunos añaden huevo, tocino, carne de choricero y demás fantasías, pero Torquito cocinaba como toreaba, sin florituras y por derecho.
Vigorizante en extremo, tónico altamente fortificante, así debía de ser el condumio del Torco. Quizá por eso pasó lo que pasó el 13 de febrero de 1913 en la capital mexicana. Se celebraba una corrida con toros del Duque de Veragua. Lo malo, lo increíble, es que los toros llevaban años pastado en México como sementales. “Machaquito” y Merced Gómez acabaron gravemente heridos. El tercer espada, Arcadio Ramírez, en la cárcel por negarse a matar los resabiados astados. El Torco, espectador en el tendido, pidió permiso y despachó, vestido de calle, a las dos últimas alimañas. El alboroto fue monumental entre los aficionados charros que le sacaron a hombros como si de un nuevo Hércules se tratara. ¡Y todo gracias al calor vivificante de la zurrukutuna baracaldesa!