La tortilla de patatas tiene su temblor exacto. Nunca dos brasileñas la amaron tanto. Dos brasileñas y una tortilla de patatas amamantada a sus pechos como si se tratara de una escena elucubrada en la mente enfebrecida del maestro Berlanga. Sucedió en verdad. Tal y como se lo cuento. Sean piadosos y perdonen que no recuerde nombres que a buen seguro les resultarían sonoros. San Sebastián, un grupo de cocineros. Bien comidos, bien servidos. Me lo contó un amigo que con ellos por allí despachaba, y al que también conocen. En el frenesí de la juerga enfilaron camino a donde los pícaros pudieran sospechar. Mi amigo, hombre de costumbres morigeradas en extremo, con ellos, pero no sin antes advertir que las muescas de su revólver nunca fueron de pago. Así que mientras los cachondos encajaban el tetris, él se acodó en la barra como quien espera a portagayola la embestida fiera. Dos brasileñas le enfilaron por el escote. Muleta en mano, de casta le viene al galgo, las templó con dos muletazos de castigo. Les contó lo que era obvio: que eran cocineros. Y allí, junto a tres copas, se desató la pasión por los fogones. Las brasileñas querían abrir un restaurante español allá en su tierra y para reunir el dinero con que empezar transitaban estas veredas. “Tú nos puedes ayudar”, afirmó la una. “¿Cómo se hace una buena tortilla de patatas?”, preguntó la otra. Y mi amigo, que tiene pico de oro, les dio relación tan pormenorizada como poética de cómo hacer una buena tortilla de patatas. Insistió en la importancia de mover la sartén constantemente, como si se tratara de un pil pil, para que la tortilla no pierda su temblor, el temblor que la asemeja al pecho de la mujer. Ay,… lo que vino después no se lo cuento, prefiero que lo imaginen.