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Fernando Valbuena

La Cuchara de San Andrés

GASTRONOMÍA EN NEGRO

 

Aquella noche a Gallardo le falló el olfato. Nos hospedábamos en uno de esos hoteles de diseño donde hay de todo menos escobilla en el wáter. Inequívoca señal de mal agüero. Gordillo aún sonreía. Lo peor estaba por venir.

Gallardo vestía un magnífico abrigo azul y una bufanda negra como una cornada. Un barrio elegante. Una noche fría. Bebíamos ajenos a la tempestad. Cervezas en un sitio bien con tapas bien. Calma chicha. Alguien dijo que conocía un sitio en condiciones para cenar. Más le hubiera valido callar. Un barrio elegante. Una noche fría. En la calle, nadie.

Cansados de andar sin encontrar caemos en unas luces tramposas. Descendemos tres escalones como tres estaciones de penitencia. Nadie. Nadie excepto un camarero repleto de trienios, tirando a lelo, y una camarera de allende los mares. Gallardo piensa que están a punto de cerrar. Lo niegan. Gallardo o no se lo cree o está sordo. Insiste. El lelo se lo confirma. Gallardo pregunta cuál es la especialidad de la casa. El lelo o es sordo o no sabe mentir. Repaso la barra tratando de no ser hiriente. Cacahuetes. Un cartel destartalado y un “a mediodía menú”. Me niego a pasar al comedor, pero una concatenación de indecisiones acaba con toda resistencia. Cautivos y desarmados…

Nadie en el comedor. Lo hago notar. Gallardo me dice que el local a mediodía suele estar a reventar. “Sí, sí, seguro”, repite como si le fuera la vida en ello. La camarera nos mira con pena. Todo tiene un aire a Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”. “Tal vez sea una tapadera”, apunta Gordillo decepcionado. Pido un sándwich como mal menor. En Madrid nunca falla. O casi nunca. La espera es de tanatorio. La ensaladilla es un amasijo de verduras a medio descongelar y la mayonesa tiene aire de presidio. Los calamares son rancho ferroviario de cuando la visita de Eva Perón. Y los sanjacobos llevan tatuadas calaveras. Gallardo ya no sonríe. Gordillo llora.

Por supuesto, fue caro. Al salir hacía más frío que al entrar, pero en las tripas se me había atornillado un calor extraño. Algo me decía que la digestión iba a ser mala. “Va a ser el aceite de los sanjacobos”, sentenció Gordillo.

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Sobre el autor

"Todo comienza con un chorreón de aceite al que se añaden unos ajitos. Sempiternas primeras palabras de los recetarios ibéricos, génesis indubitada del arte culinario nacional. Quiso Dios poner en cada cocina un clavo para que de él colgaran las ristras de ajos. Ristras soberanas de las viejas, de las muy nobles y muy invictas cocinas españolas. Alma y fundamento de asados, fritangas y guisotes. ¿Qué sería de España sin sus ajos? ¡Soberbios fogones patrios! ¡Alabados seáis!"


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