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Fernando Valbuena

La Cuchara de San Andrés

SOPAS DE ANTRUEJOS

 

Como gotas de aceite en barriles de aguas insípidas. Como tesoros escondidos en mares de naderías. Así las viejas recetas. Antañonas, seculares. Desenterradas como tesoros. Celebradas como tesoros. Paladeadas como tesoros. En el museo del yantar español hay una mesa corrida donde ser felices comiendo pedruscos gloriosos de arqueología gastronómica.

Allá por el siglo XVI, lo mismo nobles que villanos, mataban las hambres con capirotadas. Los ingredientes se disponían en capas; normalmente queso y huevo en lo hondo; arriba las carnes, las más de las veces perdices; todo desmenuzado entre panes y caldo. Ruperto de Nola ya las menciona en su recetario y de ellas hay noticia por obras literarias de aquel entonces, pongamos por ejemplo “La Lozana Andaluza”, donde se las tiene por soberbio manjar.

Viene esto al caso de las sopas de antruejos o sopas de carnaval, o entruejo que dicen algunos. Sopas, que no sopa. Los piporros saben bien de qué hablo. En Aceuchal, como por encantamiento, se conservan estas sopas, emparentadas con las legendarias capirotadas de nuestro Siglo de Oro. Pongan en remojo los salazones. Mezclen en una olla de barro, ordenadas en librillo, sacrosantas palabras como manteca, oreja, manitas, cotubillo, pringue, matanza, caldo, huevo, ajo, alegría y amistad. Hagan lo posible por meter tamaña pitanza en horno a convenir. Al menos así lo hacen en casa de mi entrañable amigo Ángel el Cabezón. Piporro de bien, taurino gigante, ferrerista devoto y corazón generoso. Un tipo de una pieza que anduvo vendiendo ajos por Galicia media vida y que ahora, de vuelta en Aceuchal, regenta, junto a su esposa Pili, su propio bar. Allí quien en realidad oficia el conjuro es su suegra, Doña Cipriana, mujer que pasará a la historia por el don divino de cocinar como nadie las manitas de cerdo y las sopas de antruejo. Platos en sus manos tan deliciosos que bien pudiera comerlos una criatura de pecho. Sopas de carnaval, martes de antruejo,… todo a la muy recia española usanza. Y en la ermita, carita de niña, la Virgen de la Soledad.

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Sobre el autor

"Todo comienza con un chorreón de aceite al que se añaden unos ajitos. Sempiternas primeras palabras de los recetarios ibéricos, génesis indubitada del arte culinario nacional. Quiso Dios poner en cada cocina un clavo para que de él colgaran las ristras de ajos. Ristras soberanas de las viejas, de las muy nobles y muy invictas cocinas españolas. Alma y fundamento de asados, fritangas y guisotes. ¿Qué sería de España sin sus ajos? ¡Soberbios fogones patrios! ¡Alabados seáis!"


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