El post de hoy vuelve a escribirlo mi amigo “El poeta”, Ángel Manuel Gómez Espada, quien ha tenido la generosidad de regalarme una nueva crítica de “Don de Loch Lomond” que suma ya más de 300 ejemplares vendidos. Esta crítica ha sido realizada ni más ni menos que en el número 30 de la prestigiosa revista literaria “El Coloquio de los Perros” en donde el menda ha colaborado en alguna ocasión. Aprovecho para anunciarle a todos los amigos de este blog que precisamente, este sábado 26 de Mayo, en “La Azotea” (Murcia) tendrá lugar la fiesta-presentación de esta veterana e ilustre revista literaria digital.
Ahora les dejo con mi amigo “El poeta” y su “Desacato a la Realidad”. ¡Tener amigos para esto! ¡Gracias poeta!
Desacato a la realidad
Sobre Don de Loch Lomond de Enrique Falcó
Ángel Manuel Gómez Espada
Existen libros que, por diversos motivos, son nuestros, de una manera o de otra. Y no en el sentido de las canciones, cuando creemos que el autor las ha compuesto pensando en nuestra propia experiencia. Los entendemos más como a un amigo que está ahí siempre, con el que podemos conversar. En ocasiones, con el que podemos desahogarnos; pues esos libros, como los buenos amigos, suturan las heridas provocadas por el desánimo en cuanto regresamos a ellos. En mi caso, me ocurre con La Eneida, Madame Bovary, Sostiene Pereira o El guardador de rebaños de Alberto Caeiro, por no extender más la nómina. A este último hace referencia Jesús García Calderón en su prólogo con una atinada comparación, cuando afirma que Falcó, su sobrino, busca en la escritura su manera de estar solo, alejado de la realidad pálida y enfermiza a la que hoy nos enfrentamos. Una realidad que, me consta, no es ni por asomo la que los chicos del General Navarro soñaban en sus horas de recreo. Así pues, Falcó opta por sacar sus mejores armas a relucir y por explayarse en el desacato a esta realidad. En ella puebla a sus anchas la ignorancia, de la que dice, en una de mis frases favoritas de este don, que «es atrevida y peligrosa, pero que puede corregirse con el tiempo».
Debo confesarles que este Don de Loch Lomond me provoca esa sensación de la que hablaba antes: lo siento como mío. No solo por la extraña sensación de verme convertido en personaje, sino porque es un libro escrito desde la benevolencia y la imparcialidad que provoca la memoria de la felicidad. Son posos de tiempos en los que cabía la alternancia. Lo mismo te tocaba ser indio que a los diez minutos por una madre impertinente te tocaba irte con los vaqueros, y tenías menos remordimientos en ese acto tan simple que los de un político tránsfuga. Falcó es como cualquier otro personaje de mi entrañable y admirado Bryce Echenique. Narra con la transparencia del peruano en Un mundo para Julius y está claro que es de esos personajes que podría jugar la primera parte de un partido de fútbol con un equipo y la segunda con otro.
Falcó nos ha ido imponiendo estos posos de la memoria puntualmente con los ojos de una generación especial, aquélla que naciera por los años en los que un comando compuesto por los mejores hombres del ejército americano fueron encarcelados por un delito que no habían cometido. Aquélla que iba a aprender todo bajo el filtro de la telecomunicación, entendiendo ésta como las rudimentarias televisiones de dos canales, la magia casi de aquelarre de la moviola o el Spectrum 48K; y que tuvo la inmensa fortuna de vivir seriales de dibujos animados basados en la literatura más clásica y en la ciencia ficción, como Ulises 31, los Caballeros del Zodíaco o el Comando G. Que podía tragarse en una matinal de cine una doble sesión en la que se compaginaban Jesús de Nazaré con La Guerra de las Galaxias o Superman con Las aventuras de Enrique y Ana.
¿Qué quieren que les diga? Esas excentricidades marcan. La infancia era una mezcla de vértigos entre correr detrás de una pelota de cuero a la vez que masticabas el pan con chocolate y, siempre que no te vieran los demás, pedir permiso a las niñas de tu calle para jugar a la rayuela con el cínico y exclusivo propósito de aprovechar lo que se vislumbraba cuando se agachaban a recoger la piedra.
La memoria privilegiada de Falcó nos conduce por esos pasillos con una minuciosidad superlativa; tanto que esa capacidad suya me provoca una envidia malsana. Su precisión es tan exhaustiva que si me recuerda que en nuestra enésima cumbre en el restaurante Marchivirito pagamos tal o cuál cantidad, lo creo a pie juntillas, por mucho que haya una factura conmemorativa que diga lo contrario. Supongo que al resto de personajes de estos artículos les habrá acontecido igual. Como alguno de ellos está hoy presente tendrá la oportunidad de clarificarme o rebatirme. Pero les habrá pasado, repito, que ante esa anécdota leída en el periódico hayan pensado lo de “ni remotamente”. Aunque, claro, si lo dice Enrique será así y habrá que contarla así. Éste es uno de los grandes poderes de un buen narrador: hacernos creer que lo que cuenta es vívido, sepamos que es cierto o imposible.
Enrique Falcó y Ulises 31 Fotos: Ángel Manuel Gómez Espada
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Los del tiempo de Falcó fueron los últimos adolescentes que tuvieron la disyuntiva entre la imagen y la palabra. Y ante ese vía crucis generacional hay que agradecerle que se haya quedado con la última opción, sin dejar de lado la primera. Resulta indudable que uno no se olvida así como así del día que Mazinger Z pudo volar gracias a los pechos de Afrodita A. Esa capacidad de elección, la que hoy nos presenta Falcó, no se ha vuelto a dar, salvo en honrosas excepciones, en las posteriores generaciones, abocadas a la destrucción de la imaginación, condenados a la virtualidad.
La imagen y la palabra, ésa fue la suerte de su generación. Y eso es lo que hay aquí, en esta antología. Con buenos aditivos y aditamentos, con los que Falcó deja un buen sabor de boca dominical. Recordándonos con su memoria privilegiada que la imagen nos demuestra que la vida continuamente está repleta de falsos héroes postizos; mientras que la palabra ha de identificarte con los antihéroes de papel, pues ellos son los elegidos para acampar a sus anchas en los paraísos artificiales de la infancia, cuna de los recuerdos más imperecederos.
Publicado en El Coloquio de los Perros Nº 30 en Mayo de 2012