Carraspea, elude la pregunta, fija la estancia en un país extranjero, corrobora la inexistencia de más de una posibilidad, comete errores gramaticales al firmar su apellido, calcula que le quedan seis segundos para convencerse de que no está actuando de mala fe, mira de reojo a su interlocutor, probablemente le late el corazón, el tiempo se acaba, y no hay manera de que suelte prenda.
El entrevistador, por tanto, cambia de estrategia.
¿Ha visto la película?
¿La antigua?
Sí. ¿No le ayuda a entender cómo ha acabado en esta situación?
Yo es que no soy de seguir los argumentos.
Pero, ¿la ha visto de verdad?
Carraspea de nuevo, culpa a las circunstancias atenuantes sin avergonzarse de los daños colaterales, hace mención a la biografía de su suegro, emplea circunloquios acompañados de perífrasis verbales innecesarias que evitan entrar en materia y, en un acto de rebeldía sin parangón, rompe el borrador de su declaración y se da golpes en el pecho.
El entrevistador apaga la grabadora y llama a un veterinario, que le confirma sus sospechas. El mono superinteligente ha sido sustituido por un concejal.