Arturo era muy capaz de saber lo que sí tenía que contar y lo que no. Desde pequeño se cuidó de no desvelar cómo le iban las clases. Sus padres nunca sospecharon de aquello porque sus notas eran pasables. En la universidad se licenció sin pena ni gloria y con su primer sueldo se fue a una sauna. Su matrimonio con aquella mujer decente le facilitó las cosas. A punto de cumplir los cincuenta, Arturo le explica a su hija de quince porque su abuela nunca se lo recordaba. Y es que no había nada que contar que no se hubiese dicho ya.