El señor grafitero descubre que si pinta en los ojos de la gente, la gente, tras haber chillado lo indecible porque el contacto de la pintura acrílica con partículas de acero inoxidable duele lo indecible, se queda ciega para siempre, pero le entra una calma tonta, una tranquilidad de ánimo como de haber hecho mucha meditación pero sin meditar en absoluto, que lleva a pensar a la gente que el mundo, para verlo lleno de barbaridades, mejor no verlo, así que el señor grafitero va dejando ciegos y felices a los habitantes de su barrio y luego del extrarradio, y cuando se cruza con un concejal en una urbanización con guarda jurado y macetas altas con ficus y rododendros, el concejal le dice alto que no sabe usted con quien está hablando, y el señor grafitero se detiene y le pinta una sonrisa que, pese a su trazo característico, su firma, le sabe a poco y no se percata, extasiado como está ante la obra que ha creado, que el guardaespaldas del concejal se dispone a meterle el spray por el orto, otro ojo, sí, qué duda cabe, ciego desde su etapa fetal, y sus ojos, los de él, con los que ve y, sobre todo, siente esto que les estoy contando, parece que se le van a salir de las órbitas, los dos ojos, pero sólo parece, claro, que es una forma rápida y fácil, por lo que tiene de visual, de describir que, mientras el ano se le desgarra, el dolor es particularmente intenso y focalizado, oye, y antes de perder la conciencia y dejar de ver el mundo y la cara del concejal satisfecho de sí mismo a pesar de no tener abuela, el grafitero se promete a sí mismo dedicarse, si sobrevive, a pintar las casas de los vecinos, aunque sea por la voluntad, y hasta gratis, y que al mundo, qué duda cabe, lo comprende cuando está aferrándose a su último estertor, es mejor dejarlo tranquilo, con sus barbaridades y sus maravillas, sus penas y su puta madre, cómo duele.