Verónica se agarró con fuerza al volante del coche mientras sus pies descalzos apretaban el acelerador.
Los faros del automóvil son añicos bajo el bosque fosforescente.
Una y mil veces trata de zafarse de las llamas. Pero está empapada de combustible. Su rostro de muchacho se enciende un instante. Luego sólo ve llamas aunque no oye nada.
Pierdo la conciencia. Soy la tercera. Los arbustos dorados son mis brazos, la piel desecha, montones de cera sucia bajo la gripe del recuerdo.
La noche se despega de los vidrios blindados y el otoño pasea inerte por aquellas casas donde por mucho que suba la marea siempre tendremos los pies secos.
Día cálido mañana, espero. Mañana. En la tarde. Nunca la noche. En algún libro, sí, ardemos entre las páginas de un libro que hace mucho tiempo que nadie lee.
Así es como descubres el tacto de tu cabello y esa niebla ligera que se va, se va.
Las llamas borran todos los calendarios. Es el fin y no llegaré jamás. Ya no.
Percibo, sí, la muerte, ahí está, eficaz, solitaria, cubierta toda de vendas para que sus vísceras no se desparramen.
El automóvil arde bajo las últimas lámparas del cielo y una luna de mercurio.
Las dos mitades se separan por fin. Desde la posición incómoda de mi cuerpo muerto. Se me escapa, sí, se va, se va la vida.
Qué voy a sentir en este último momento. Daré un par de pasos. A ver qué ocurre.
La eternidad sin condiciones.