He llegado tarde al restaurante Lo más de lo más porque tenía que avisar a tu yo del futuro de que llegaría a tiempo, así que ahora no te sorprendes al verme, pues me esperabas a las cinco y solo son menos diez. Te saludo como lo hago siempre. Un beso de rosca con piquito final, que queda coqueto a la par que discreto. Por supuesto, nada dices de que te visitó mi yo del pasado en el futuro. Por eso vengo ahora más relajado a la cita, impuntualmente puntual, cosa extraña en mí, que ando siempre en otra cosa, y con la esperanza de que se repita el coito en plan maridaje, 16 platos con tintos, espumosos y claretes rociados a discrección, que tuvimos en el futuro que ya pasó.
Tras intercambiar algunas frases idiotas sobre el tiempo, memeces sobre la humedad del aire y te has fijado lo caro que está todo, oye, viene el camarero con una impecable formación hostelera y, sin que le encarguemos nada, nos sirve nuestros cócteles preferidos. Esto sucede porque ya le avisé yo en el pasado de que en el futuro estos cócteles que vamos a tomar en el presente causarían furor. Tampoco están para tirar cohetes los cócteles, conste, pero me da una pereza insobornable tener que viajar de nuevo para recordarle las medidas de azúcar y lima, así que me bebo el cóctail y tú le pegas un sorbito al tuyo y te propongo saltarnos la cena y disfrutar de los postres en mi ático con vistas a un paisaje de interminables muros de cemento y ropa colgada, a lo que me dices que no sabes, aunque yo sé que en algún momento —cuando he apartado la vista de tus senos u ojeado los entrantes del menú—, has viajado al futuro para comprobar si la cosa funcionaba, si merecía la pena, pues te has puesto los tacones y sospechas que, si el inminente revolcón no es antológico, no merece la pena la caminata, aparte de que cualquiera encuentra un taxi a estas horas.
Antes de darle un segundo sorbito al cóctail, me adviertes que estás cansada y que será mejor dejarlo para otra ocasión, a lo que yo objeto que no te apresures, reina. Y es que acabo de viajar —este dato te lo omito— al momento inmediatamente anterior al coito y he anotado los posibles fallos en la mecánica del acto, así como la deficiente ambientación del entorno, sin olvidar el potente tufillo a sobaco —pues con esto de ahorrar para los viajes al futuro, probé con un desodorante de marca blanca que la muy zorra de la tienda me dijo que olía igual y que era igual que el de marca reconocida, o sea, y en el combate cuerpo a cuerpo ha resultado que no— y la imperdonable ausencia de música romántica, que es lo que entona y pone puntos y aparte. Así que con las anotaciones pasadas a limpio, viajo a la mañana del día de la cita y compro velas aromáticas, barro la casa, le paso el paño a las estanterías, pongo las cosas en el lavavajillas y lo enciendo, recojo la ropa del cuarto de baño, pongo toallas limpias que he comprado en la tienda de la portuguesa, compruebo que la elasticidad del colchón contribuya a la mejora del contorneo pélvico, pongo una maceta aquí y otra allá, compruebo que en la lista de reproducción hay un 70% de baladas, un 5% de bachata y un popurrí con gente de la tierra que canta como sabe o como puede y, por supuesto, compro varios desodorantes de la marca que solo es igual a sí misma.
De vuelta al presente, te digo que va a ser una noche para recordar y que no tienes que preocuparte por nada, que ya está todo arreglado —y al pronunciar este ‘ya’ delator caigo inmediatamente en la cuenta de que acabo de pifiarla—, que sé que te gustan las cosas finas, pero ya te estás yendo, trastabillando con tus tacones, a la búsqueda de un taxi, pensando ya en el otro, supongo, en ese otro que te hará feliz y que, con un poco de suerte, puede que sea yo mismo.