Te preocupas por esas luces en la oscuridad y no de tu pie de Morton. Eres una extraterrestre convencida de su humanidad porque no te has visto descalza. Te recuestas en tu acerico mientras recojo todos los agrafes que encuentro entre el sofá y la mesa del comedor. La casa es pequeña y me lleva poco tiempo. No piensas moverte y tu sonrisa deja entrever tu horrible diastema. Descubro que entre ambos ruedan los estepicursores del aburrimiento y ni siquiera el filtrum de tu preciosa cara ni tu guedeja de femme fatale me consuelan. Me miro los herretes sucios de barro y decido ponerme a limpiar todos los zapatos de la casa, incluso los tuyos. Todo para perderte de vista, apartarte de mis pensamientos, relegarte al después. Me mancho las lúnulas de los dedos con el betún. Froto a conciencia con el cepillo, lustro nuestros zapatos, evito la noche oscura.
Una relación con un óbelo permanente que acabará por reducirnos a cero. A esto hemos llegado. Observo tus sangraduras que he besado en tantas ocasiones, la perfecta crencha que te divide el pelo en dos con un certero hachazo húmedo. Vivo en una permanente criptomnesia, pero no se puede ser original siempre y no ayuda el tenesmo que sufro. Ya no me quedan zapatos que limpiar y empieza el vagido de los recuerdos. No siempre hemos sido así.
Me compraste aquella virola sin que te lo pidiese y nos comimos los telsones de todos aquellos langostinos cuando todavía viajábamos. Me confiaste que te gustaba el petricor y que la distancia que hay desde la punta del pulgar a la del índice, separando el uno del otro todo lo posible, se denomina jeme. Sin embargo, recalamos en esta isla desierta donde nos hemos resignado a sobrevivir y no hacemos esa gran hoguera que podrían ver desde el continente.
Estás mirando hacia la oscuridad del pasillo y yo te observo ensimismado hasta que te das la vuelta, los labios se abren, termino el zapato, la mandíbula se contrae.
Bajo a la calle para buscar un taxi. Te has levantado y miras por la ventana. El taxi se aleja mientras subo las escaleras, apretando el recazo del cuchillo, dispuesto a quitarle la vitola a esos puros que te regalaron el día que volviste siendo otra aunque al mirarte siguieras siendo tú, con tus dientes separados, tu filantropía de estar por casa, tu vagabundo sentido de la existencia, tus complicadas derivadas, tu escalera de color, tus promesas por incumplir, tus maridajes imposibles, tu carpintería emocional y tus recovecos impúdicos.
La caja de los puros está bajo la mesita sobre la que apoyas tus pies extraterrestres. Los aparto con suavidad y me pides que me eche sobre ti y te crucifique. Es tu forma habitual de pedirme que te achuscurce, pero me limito, una vez más, porque estoy enojado, a resfollegar tu cumebla sobre los hocaturiones de mi engranjerte, y mañana ya veremos.