Probablemente no sea culpa de ellos lo que nos viene sucediendo.
Que no nos entendemos.
Que somos enemigos irreconciliables.
Que una persona enamorada puede llegar a odiar con la misma intensidad con la que amó.
Que no pasa nada nunca significa que no pasa nada.
Porque siempre están pasando cosas.
A todas horas.
A los sumerios, por ejemplo.
Los sumerios fueron buenos en su mayoría y descubrieron muchas cosas que nos han hecho la vida más fácil. Y también se les pasaron muchas otras porque estaban, probablemente, a otra cosa.
Como todo el mundo.
No se puede estar a todo.
La cosa sucedió así.
Pascual salía, como cada mañana, de su casa de adobe y ladrillo gris perla camino al trabajo, cuando se encontró con Demetrio, que era el más sumerio de los sumerios, y que se empeñó en convidarle a unos raciones, aunque era hora de café y tostada, pero tampoco hizo mucho Pascual por negarse, la verdad, pues era de naturaleza mansa y las cosas del comer le gustaban como al que más de los sumerios.
Y ahí estuvo su error, en dejarse convencer.
Esa misma mañana, Alejandra había quedado con Pascual para desayunar unas tostadas con cachuela con el fin de que no desfalleciera trabajando en la reparación de ordenadores de última generación.
Alejandra le esperó un cuarto de hora.
Fueron quince minutos exactos.
Los calculó ella misma haciendo una derivada de su enfado multiplicada por la hipotenusa de su frustración.
Qué poco sabía Pascual de lo que era capaz esta mujer sumeria.
Cuando Pascual llegó al tajo, tarde y a trompicones, llevaba una melopea importante que no le permitiría aplicarse a su trabajo de reparación de ordenadores de (casi) última generación porque se suponía que los de última no los debía tocar por muy sumerio que fuese.
Alejandra, haciéndose la encontradiza —le había visto pasar por la garita donde fichaban, oculta detrás de unas resmas de pergamino acabadas de talar—, le saludó con la manita.
Aparentemente, nada había cambiado.
Qué equivocado estaba.
Pascual recordó vagamente en su neblina etílica que había quedado con Alejandra para desayunar, pero le restó importancia por aquella manita.
Lo que no llegó a ver el pusilánime de Pascual fue lo que Alejandra hizo después.
Nada más desaparecer la manita de Alejandra por la esquina del pasillo que conducía a la seccción de Almacenaje y Redistribución, el ojo que le bizqueaba —y que no la afeaba, en absoluto, aunque muchos sumerios varones entendían, según en qué situaciones, que les estaba sopesando el paquete— se volvió brillante, y no por alguna lagrimilla tardía, no, sino porque en el cerebro sumerio de Alejandra se estaba gestando la peor de las venganzas.
El jefe de Pascual lo encontró durmiendo la mona con medio cuerpo apoyado sobre la mesa de trabajo y, sin los dramatismos propios de los sumerios incapaces de hacer la O con un canuto, avisó a la coordinadora de sección, que no era otra que Alejandra, una sumeria de pies a cabeza, y que de buenas era muy buena y de malas, la peor.
Alejandra le ordenó a su subalterno que no lo despertase, que ya hablaría con el tal Pascual en privado.
Pascual despertó cuando ya era de noche, con un sabor horrible en la boca y unas ganas terribles de echar la papa.
Alcanzó a verter el contenido de su estómago en el cajón de su compañero Teodoro, un anciano sumerio que dedicaba la mayor parte de su jornada laboral a aspirar las miguitas de pan que habían caído entre las teclas de su ordenador tras la ingesta no accidental de media barra de pan de hogaza con mortadela, bocadillo típicamente sumerio que se ha conservado hasta nuestros días.
Cuando terminó de vomitar los nachos con queso, la oreja a la plancha y lo que parecían calamares, alzó la cabeza del cajón y se encontró con la mirada —hasta le pareció cálida—, de Alejandra, que no le reprochaba nada, no, que entendía perfectamente que, a veces, uno se lía, claro, y que una cosa lleva a la otra, y que tengo que despedirte porque tu comportamiento ha sido intolerable y las tostadas con cachuela te las puedes meter por el agujero del culo, y Pascual que se iba dejando vencer, despacito, por el sueño que lo estaba atrapando, y óyeme, Pascual, no te duermas, cabronazo, sumerio de mierda.
Y esto explica, entre otras cosas, cómo, cuándo y por qué se extinguieron los sumerios.