El niño que nunca miente le promete a la niña que todo lo pierde que no descansará hasta encontrar su medallón. Sin embargo, la búsqueda del medallón en aquel bosque virgen se alarga toda una vida y se hace inevitable que, con el transcurso de los años, aquel paraje idílico sea transformado en una acumulación de chalés adosados sin ton ni son y mastodónticos centros comerciales. Así que cuando por fin el niño que nunca miente, que ya es un hombre de avanzada edad, encuentra el medallón, la niña que todo lo pierde, y que ya es toda una ancianita entrañable, le dice que ése no es su medallón, pero que gracias, y le cierra la puerta de su piso de protección oficial. El señor de la tercera edad que fue un niño que nunca mintió, se queda con el medallón colgando de una mano y con la otra, que hace unos instantes golpeó con sus artríticos nudillos la puerta de roble lacado del vejestorio que una vez fue una niña que lo perdía todo, no sabe muy bien que hacer y la esconde finalmente en el bolsillo de su abrigo. Este hombre que en dos semanas cumplirá los setenta y dos, se queda de pie, como petrificado por el ungüento de un hábil embalsamador, con la mirada fija en sus raídos zapatos de ante, la frente callosa a solo un palmo de la puerta, construida en madera de pino —no era roble, no— y que acaban de cerrarle en las narices. Como es un hombre que ha vivido lo suyo, consigue recomponerse del chasco ubicando adecuadamente en el puente de su nariz prominente los anteojos y añade una vuelta más a la bufanda, que sigue picándole un poco, y desanda el camino a paso lento —las piernas del niño se convirtieron hace varios lustros en estos troncos que arrastra ahora— hasta llegar, sano y salvo, a su castillo infantil donde una montaña de juguetes que no han sido sacados de sus embalajes le espera hace tanto tiempo que ya no lo recuerda. El camino que le lleva hasta el castillo es liso y aburrido. Una autovía lo cruza y han desaparecido las sinuosas carreteras comarcales y algunos caminos de cabras por los que solía hacer un alto en su búsqueda del medallón para zamparse el bocadillo. Y ahí están las almenas del castillo, ya las ve; las almenas le rozan ahora las rodillas y está el precioso triciclo amarillo, arrinconado entre la hojarasca acumulada, que se ha ido oxidando y ahora parece un animal abatido con el que ni este viejo niño ni ningún otro que cumpla sus promesas pedaleará hasta que se haga de noche y los niños mentirosos y las niñas que nunca pierden sus medallones vuelvan a la seguridad de sus casas.