-Vendo chicles, piruletas, anacardos…
-¿Pilas alcalinas tal vez?
-Ni alcalinas ni calinas.
-Es usted un innovador del lenguaje, caballero.
-Y usted, por lo que veo, idiota.
-Se equivoca. Esta radio que usted compra no las necesita.
-¡Yo no estoy comprando nada!
-Chicles, piruletas, anacardos…
-¿Podría decirme la hora?
-¿La hora de qué?
-De tutearnos.
-Haber empezado por ahí, señor.
-Era usted o yo.
-¿Le apetece una piruleta?
-El azúcar picaría mis dientes.
-Pero tiene una bonita sonrisa.
-Entonces deme dos.
-¿Cuánto me pagará por ellas?
-Lo que valgan. ¡Ponga usted un precio!
-Se las regalo.
-Caro me parece.
-Las puedo chupar por usted.
-¡Hágalo! ¡Inmediatamente!
-Le relataré a qué saben si es que mi léxico me lo permite.
-¡Faltaría más!
-Qué menos.
-A mí me es igual, la verdad.
-No lo haga por mí…
-No lo hago.
-¿Entonces?
-Ha llegado la hora de que se lo diga.
-Diga, diga…
-Preferiría, como Bartleby, callar.
-Lo comprendo.
-¿Tendría usted pilas?
-¿De qué tamaño?
-El tamaño no importa.
-Vendo chicles, piruletas, anacardos…
-De ese humo no sé nada.
-Pues tenga cuidado por si quema.
-Es un fuego de mentira.
-Lo apagaremos de verdad.