El hombre que ha descansado tanto que está cansado ya de estar cansado, se gira en la tumbona y le propone al DJ una canción lenta que se pueda bailar solo. El DJ, que es un cachondo, pincha un tema de trash-metal a un volumen demencial que hace que le estallen los tímpanos a ambos.
Sordos como están ahora, el DJ y el hombre cansado de estar cansado, se dan la mano y luego se abrazan y le ponen el broche a la noche bañándose desnudos a la luz de la luna en una piscinita de niño adaptada, mientras el extraterrestre que los observa a millones de años luz desde su macrotelescopio espacial engulle sin apetito un bocadillo de zapatillas de esparto porque estos dos cuerpos extraños —extraños para el extraterrestre, se entiende; amorfos para un nutricionista humano— le ocultan la figura del tullido objeto de estudio (un niño con las piernas como dos alambres) que está haciendo castillos de arena que su padre, el del niño, alumbra con una linterna a la que, se lamenta por enésima vez el padre, tendría que haber cambiado las cuatro pilas de 1.5 V que alberga en su interior, más que nada porque este padre odia la oscuridad y no quiere, además, romperse la crisma mientras sortea a tientas los restos de un macrobotellón que los mantuvo despiertos —a su mujer, al niño de los alambres y a él mismo, que es cojo de nacimiento— hasta las cuatro y dieciseis minutos de la madrugada, hora en que la policía les convino a que se marchasen a un hotel.