Así que el hombre llega con su mochila, sus ganas, sus muñequeras, sus guantes, sus rodilleras —parece que se va a poner a patinar, pero no—, su bebida intraentreno con aminoácidos ramificados y creatina y otras sustancias sospechosas que posibilitarán que no se desintegre en el entrenamiento y, dependiendo del humor con el que se haya levantado el coach, ponerse a hacer un calentamiento que más bien parece un entrenamiento y un entrenamiento, que acá llaman WOD (WorK of the Day), que más bien parece una prueba para entrar en los SEALS. Exagero, cierto, pero es lo que hay, y las películas que a veces me pongo, y que también le gustan a este hombre que podría ser yo, tienen mucha culpa de ello.
Al hombre le duelen las manos, tiene callos recientes que descansan sobre callos que forman parte de su remozada fisionomía, las piernas le crujen, las rodillas las siente siempre —esa sensación permanente de que tiene rodillas es completamente nueva para él—, tiene los brazos como dos tacos de madera, la zona lumbar es una tabla de planchar, agacharse sin calentar equivale a emitir un gemidito de dolor … Y todo esto pagando cada sesión. ¡Pagando! Y para colmo, no hay espejos para que pueda ver sus progresos y preguntar lo de espejito, espejito, dime tú quién es el más dolorido, o vislumbrar, así de iluso es este hombre, algún oblícuo cuando se estira la goma de sus pantalones cortos de espartano hipster.
Al principio, el hombre pensó que no estaba hecho para sufrir, que su umbral de dolor era tirando a bajito, que no toleraría los esfuerzos gimnásticos, que en los videos de Youtube hay chavales y chavalas que hacían los ejercicios mucho mejor que él, es decir, que eran más rápidos y que levantaban más peso y que sonreían más y mejor, con esos dientes blanquísimos de mentira, pero, en lugar de deprimirse, que sería lo comprensible, por supuesto, reconoce que tienes tus límites y que burra grande, ande o no ande.