El día de la huelga general hubo disturbios y se quemaron muchos cajeros. La huelga, por supuesto, no zanjó el problema, sino que lo agravó. La solución, por tanto, pasaba por acciones más atrevidas. Quemarían el dinero cuando pasase por los rodillos de los cajeros. Eso harían. Prenderían los billetes y verían cómo los pisaban los desdichados. Fue divertido, qué duda cabe, mientras duró. Cuando se acabaron los billetes, los cajeros fueron sustituidos por dispensadores de golosinas sintéticas. Aunque las golosinas nunca sirvieron para endulzar las hipotecas, favorecieron el auge de las clínicas de obesidad y centros dentales.