Este relato recibió el Primer Premio del ‘II Concurso Tusitala de Microrelatos 2019’.
Le desagradaba tener que compartir banco. Y encima aquel banco. Un banco que consideraba suyo y al que daba sombra un árbol grande y frondoso que podía ser un roble o un castaño, que a él lo mismo le daba. Le desagradaba tener que compartir aquel lugar casi tanto como que le tocasen al pedirle la vez o el entrechocar de los cubiertos, la aspiradora del vecino del cuarto ce, las sábanas mojadas, la halitosis y el café con leche, la costumbre de no reconocer los errores de la sangre, los cometas en el cielo, el frío que hacía en el cuarto de aseo, las descripciones minuciosas en las novelas y en la merienda compartida, el semblante del dueño del bar donde ya no desayunaba, las horas enredando y desenredando la madeja peluda del tedio, pisar una caca de perro, las varillas de los paraguas abiertos y listas para saltarle un ojo, la sección de clasificados. Lo que no le hubiera desagradado, si no hubiese estado ocupado enumerando su lista de desagrados, era la muchacha que se había sentado a su lado y que no estorbaba en absoluto, aunque el banco fuese estrecho. Sin saber que leían el mismo libro –ella lo llevaba forrado con imágenes de ídolos de las teleseries venezolanas y él, que era tonto de remate, no escondía su condición de solitario amante de la ciencia-ficción clásica al que, probablemente, le desagradaba el mundo tal y como estaba montado–, se pasaron la tarde leyendo sin mediar palabra. La muchacha llevaba la lectura un poco más avanzada y sabía que el protagonista arreglaría el boquete en el casco de la nave, mientras nuestro cabeza de chorlito estaba todavía enredando con la forma de deshacerse de la basura estelar, que bien podía ser la suya propia.