El otro día me siento a ver una película de muchos golpes y trascendencia menos catorce y descubro que Thor está ocupando mi sitio del sofá. Le pido que se quite, claro, pero me enseña el martillo y comprendo. Le ofrezco algo de comer y me pide pavo con lechuga. La lechuga para el pavo, claro, me aclara. Como no hay visos de que se mueva a corto plazo, le digo que voy a abrir la ventana para que corra el aire. Me advierte que se tira si abro. ¡Truenos y centollos!, grita. A la media hora de estar Thor aquí sentado, se cuesca. Disimula silbando, pero por el rabillo del ojo me mira culpable. Termina la película y me pide que ponga el telediario. Guerras, políticos que no enchironan ni a la de tres, una madre que pide justicia, noventa y seis empleados a la calle. Le pregunto si quiere deprimirse. Convenimos en ver La dama y el vagabundo. En la escena de los espaguetis y el piquito entre Dama y Vagabundo le brota una lágrima. Le propongo cenar algo ligero. Comemos pan de pita con salmón y queso de untar. Thor me anuncia que ya se va. Se abre una puerta espacio-temporal en mitad del salón y Thor desaparece. Me quedo un rato mirando la tele. No me sorprende que se haya ido con la mierda que dan.