[A Raymond Carver, que con su relato ‘Visor’ lanzó muy lejos los malos presagios]
Arturo salió del almacén y se dispuso a hacerle un corte de mangas a sus compañeros, incluyendo al subdirector de planta y a la estrecha de los jamones, pero se lió con los brazos y le salió un amago de abrazo consigo mismo que dejó a algunos compañeros con la mosca detrás de la oreja.
En su casa, Arturo lanzó el borsalino con la intención de que se posase sobre la butaca y aterrizó en el puré del niño, que estaba en brazos de su madre, o sea, de su segunda esposa. Por supuesto, esto no le achantó.
Probó a arrojar una maceta por la ventana, una grande y pesada, que le cayó a una señora escayolada que estaba saliendo de un taxi. Arturo se animó. Lanzó una moneda y le alcanzó en el ojo a un señor que paseaba con su setter inglés. Se sintió revivir. Lanzó la impresora por la ventana, el portalapices, la cámara de fotos, las pastillas para el mareo, una bufanda que le habían regalado el día del padre.
Al tumbarse en la cama, rendido por la emoción y el esfuerzo de haber arrojado todo aquello fuera, sintió un pinchazo en el costado y, al levantarse, el muelle del colchón le desgarró la camisa que llevaba, la de seda azul, la cara.
Su mujer le llamó una vez. Arturo esperó. Nada. Ni su mujer ni el niño dijeron nada. Esperó un poco más. Escuchó cómo su mujer le daba la vuelta al mando y la lavadora se ponía en marcha. Luego se percató de que el niño estaba viendo un deuvedé de Babar.
Su mujer no le había llamado una segunda vez. Su camisa de seda azul tenía un desgarrón y le daba igual.
-Prueba de nuevo, se dijo Arturo.
Y siguió arrojando cosas, empezando por la camisa.