-Si te doy una torta, ¿prometes portarte bien?
El niño dice que sí y a los dos minutos se pone a brincar sobre el césped natural del jardín del adosado de Eduardo, al que, en principio, no le importa que el niño pise el césped (fue idea de su mujer poner césped de verdad, no grama ni césped artificial; del bonito, del bonito, insistió ella, y las pocas ganas de discutir hicieron el resto). No le importa, ya digo, que lo destroce ahora que su mujer se muda con el arquitecto divorciado de la secretaria que ahora es jefa del área de congelados. De hecho, anima al niño, cuando sus padres no lo ven (los del niño) a que arranque pedazos grandes, que escarbe con los dedos y mande a hacer puñetas las margaritas, los geranios y cuanta vida vegetal encuentre. Que haga de su jardín una imagen aproximada del infierno en el que ahora vive Eduardo. Que haga lo que le dé la gana, vamos. Afortunadamente, ha dado con unos padres permisivos (los del niño) que, obviamente, a falta de un cachete a tiempo (por miedo a la reprimenda de la psicóloga infantil), no saben cómo detenerlo, aunque se les agrande el pecho cuando aseguran que le están dando la mejor educación posible. Eso sí, debido a los gastos del comedor del niño, la madre ha tenido que renunciar al spa de los martes, la pobre.