La rodeó con los brazos aunque ella estaba disgustada con él. Poco a poco se fue sintiendo mejor y el enfado se fue, al menos ese enfado concreto. Tenía muchos más enfados que echarle en cara, pero por ahora se estaba tan a gusto en los brazos de él que para qué estropearlo.
A la mañana siguiente volvió el enfado de ella. Y él sabía que ella tenía razones para estar molesta, pero habían estado abrazados tanto tiempo después de haber estado separados tantos días que pensó que a ella se le pasaría el enfado. Pero había muchas clases de enfado y ella tenía una colección completa.
Ella dejó de hablarle.
Él se permitió alguna broma a su costa.
Ella le esperó en una de tantas y se lo advirtió. Que se iba y se iba ya mismo. Entonces él la abrazo, pero ella no quería que la abrazaran. Estaba muy enfadada. No era un enfado cualquiera, era un enfado grande, colosal, mucho más que una rabieta. Él la apartó con cuidado y le dijo que el que se iba era él. Cogió la maleta, su máquina de escribir, sus lápices sin punta, su malhumor y su desafío y salió de la casa, estrangulado por su incapacidad para lidiar con los enfados de ella, los grandes y los pequeños, los más y los menos.
Pasó el verano, el otoño y el invierno.
Había llegado la primavera. Era el segundo día de la estación y él se despertó al oír que le llamaban por su nombre.
Ella estaba sentada en el rellano y repetía el nombre de él, apenas perceptible con los ruidos del lavaplatos de la vecina y una radio que aullaba gol y otras veces uy y las más de las veces pase en corto. Ella traía un libro, medicinas, un corte de pelo poco favorecedor.
La abrazo, la llevó a la habitación, despeinó aquella cabeza que olía a lavanda. Se durmieron.
Cuando cayó la noche él encedió una vela al final del pasillo y se acomodó junto a ella. No había en ella enfado alguno. Se dijeron perdón desordenadamente y pasaron la noche bebiendo y cantando.
A la mañana siguiente tomaron el tranvía juntos y él le cedió el asiento a ella, pero ella se enfadó porque no estaba cansada y le dijo que él lo necesitaba más que ella, así que dejaron que se sentase un anciano que sí que lo necesitaba de verdad.
Al llegar a la casa que compartirían el resto de sus vidas, él la cogió en brazos como una novia y le juró que nunca más se iría y ella evitó enfadarse porque al izarla le había tirado un poco del cuello de la blusa.
Ella sabía, y no era poco lo que sabía. Tendría muchas ocasiones para mostrarle a él su catálogo de enfados y así no aburrirse.