Mientras los niños juegan, yo escribo este relato con la esperanza de acabarlo antes de que se tiren del pelo, se empujen, se caigan, rompan alguna cosa con valor sentimental o acaben con mi paciencia. El enano acaba de enseñarme un recorte de Lobezno que dice “Eso me cabrea”. Es un recorte de un cómic de La Patrulla X que guardo desde que era un adolescente y que había olvidado completamente (no el recorte, sino su ubicación). Esta frase no suelo pronunciarla, pero para Lobezno no es la primera ni la última vez. Oigo un disco de MGMT, Oracular Spectacular, un cruce entre Bowie y The Strokes. El enano, aprovechando la coyuntura, me enseña un llavero con una figurita también de Lobezno, la herencia y el medio ambiente posibilitan estos aconteceres, y mete la zarpa en el tocadiscos. Probablemente el disco se haya rayado y la próxima vez que lo ponga se quede enganchado en mi tema favorito, pero esto al bicho le importa un rábano, claro, y regañarle me daría cargo de conciencia y no pocos pescozones de la psicoterapeuta, así que me concentro en la princesita, otra que bien baila, y que en cuanto me descubre observándola, deja de ser natural y se transforma en una pésima actriz. El cabezón me pregunta esto qué es, esto qué es, esto qué es y, como no tengo todas las respuestas del universo, le digo que esto es un bolígrafo y que no se pinta en la pared, malo, dándole un amable cachetito en el pañal. La princesita me señala la carátula del álbum His ‘N’ Hers de Pulp. Este es papá, esta es mamá (los géneros ya los controla), esta soy yo y este es el mono. Que llame mono al enano, supongo, no tiene la menor importancia, son cosas de niños. Pongo The Shepherd’s Dog, de Iron And Wine, que siempre me ha parecido un disco redondo. Sigue poniéndome de buen humor este profesor de cine metido a cantante de folk. Hasta el niño, que aprovecha para darme el cierre defectuoso de un radiador, baila. Miro el manguito con el que dejas que entre o no agua en el radiador, una pieza defectuosa que puso un fontanero sin ganas ni ideas, y me acuerdo de su madre, la del fontanero. La brujita se acerca y me dice al oído que huele a caca. Sospecho quién ha sido, me dice, mientras cierro el portátil. Suena el móvil, es mamá, la de un servidor. Me pregunta por la muchachada y le confieso que me están entrando ganas de hincarme un gintonic pero que la responsabilidad me imposibilita acercarme al mueble-bar. Esta apreciación no le sorprende a mi progenitora, que se despide con la palabra paciencia y me recuerda algo que olvido de inmediato.