a Ray Bradbury, que es capaz de parar el tiempo
Una mirada que no busca, encuentra. Así es su mirada. Si intentas ser tú mismo —para descubrir qué originó el desastre—, estás acabado. Sabe muy bien como hacerte cambiar de opinión. Una mirada con una opinión bien definida.
Cuando la mirada se haya apoderado de ti sólo quedarán rastrojos que arden. Alguien que no cree en nada: eso es lo que sucederá. Un resultado idóneo para esa mirada que no busca, encuentra. Que se refugia en el Más Allá, de qué otro modo si no.
La tierra desaparece. Los últimos habitantes de esta tierra desolada y miserable se cuelgan en árboles raquíticos. Nadie en las casas. Un río que se sumerge en la tierra. Y, por supuesto, una mirada que no busca. Cuando la mirada te encuentra no se deja guiar. Sólo encuentra. Luego la destrucción es inevitable.
Encuentro una mujer sentada en mitad de la avenida. Espera el autobús desde hace mucho. O eso es lo que dice. Se trata de una mujer joven. Una mujer joven que dice que espera el autobús. No tengo porqué desconfiar de sus palabras. La mujer tiene una mirada que busca. Una mirada distinta.
Con la muerte de esa mirada, una mirada única, que todo lo engloba, cada hogar, cada escondite, los pocos que se atreven a seguir vivos, con eso me conformo. Con la muerte de esa mirada. No con la muerte de todo su cuerpo. Sólo la mirada. Pero la mirada sigue ahí.
—Si dejas de observarla podremos huir ―dice. Y yo sé muy bien que no puedo dejar de hacerlo. Quien está al acecho soy yo esta vez―. Aunque como bien dices, la mirada nos acompañará con su recuerdo.
No podemos prescindir de los recuerdos. Qué cierto es. Ni siquiera de esa mirada que no busca, encuentra.
―De esa mucho menos.
Las miradas de los pocos que se atreven a seguir vivos se encuentran en los vagones. Miradas que viajan en silencio y en soledad por mucho que se aproximen. Miradas en el fondo de cualquier vagón.
En los escasos edificios que aún quedan en pie y que parecen haber sido carcomidos, observamos en nuestra común soledad el haz de luz que se filtra por los entramados de hierro. Carecemos de víveres. Buscamos en las basuras. En los suburbios. En todas partes. Parecemos insectos sobre los escombros. Insectos desconfiados en el frío de la noche.
Viento del noroeste aunque a nadie le importa. Tomamos un poco de caldo en unos cuencos resquebrajados. Narramos las historias frente al incendio. Me refiero a que cenamos y oímos relatos frente a un incendio. Cenamos frente a una hoguera también. Una hoguera muy grande. Una hoguera que es un incendio.
Curanderos con sotanas rojas y negras. Hombres con estandartes cuadrados. La mirada que no busca, encuentra; la mirada incansable, que añora un pasado de golpes contra las puertas cerradas e inmensas llamaradas consumiéndolo todo. Después, La Nada. Y tras La Nada, esa mirada que encuentra y destruye.
Tal vez cuando acabe de escribir este relato —dentro de una historia mucho más compleja: la que narra la existencia de una mirada que no busca, encuentra—, vuelva La Nada, una inmensa Nada que dejará entre nosotros rastrojos que arden. Y más tarde (no creo que haya que esperar demasiado), arderán los sueños de los pocos que prefieren seguir viviendo en esta tierra árida y demencial.
La mirada vigila, grabada en los estandartes, incansable. A lo lejos arden algunos edificios prohibidos. Siempre arde algún edificio.
Tardamos en subir hasta el otro extremo de la ciudad. Porque sorteamos caminos infectados de cadáveres. Pronto caerán los primeros obuses. Tenemos que darnos prisa.
Oímos una voz familiar. Una voz desconcertante. Una voz vertida en silencio. Lo cierto es que es una voz aguda. Nada más. Una voz sin mirada, incapaz de percibir contornos. Nunca podría ser una voz que mira. Sencillamente es una voz que no existe. Eso es.
(Golpes en la tarima, golpes en la tarima…)
Descubro que es tu voz la que avisa. Me incorporas de la cama. Ya están aquí… Arrasarán con todo… Venga, despierta…
―Estoy despierto.
Saldremos por la ventana que hay en la otra habitación. Una habitación desolada en la que apenas hay nada que conservar.
Las últimas palabras antes de la explosión descubren esa mirada que no busca, encuentra.
Sin embargo, nada sucederá… Eso espero. O todo habrá sido en vano.