—Será mejor que lo dejemos ir —dijo el doctor aún con las manos dentro de las entrañas del joven soldado.
—Pobre muchacho —dijo la enfermera.
El soldado les oyó decir algo más, pero no pudo precisar las palabras. La delgada mano de la enfermera sujetaba el brazo de él. Podía sentir su pulso y se preguntó si el soldado lo sentiría también.
—Dese prisa —susurró el soldado—. Es pequeña para andar sola. Además, hace frío.
Fuera, llovía débilmente mientras se libraba el último combate.
Taparon al soldado con tela de saco y se alejaron por la avenida. Los hombres del camión vendrían a recogerlo por la mañana. Un gato en la lluvia les observaba, indiferente a la guerra que se libraba no solo en sus corazones. El doctor la llevaba cogida del brazo, protegiéndola de una fina lluvia que desde la ventana del cuartel no parecía gran cosa.