Decidió dejarse cortar las manos el día que ya no supo qué más hacer con ellas. El colmo llegó. Y, como otras tantas veces, la cagó el tarugo. Bueno, la cagaron sus manos, cierto, pero le echaron toda la culpa a él. Y es que cuando se encontraba a alguien en la calle y tenía que preguntarle qué tal, sus manos le acariciaban el cogote o le frotaban la entrepierna al interlocutor, que, sorprendido, se zafaba como podía, y él tenía que disculparse. Sus manos no atendían a razones, iban por libre, casi dementes cuando se les decía no, a las manos. Sus manos eran libres al estilo de Camus: decían no. En la iglesia rezaba el rosario y las manos pasaban las páginas del vecino o le levantaban el dobladillo a la señora de delante que no decía nada, por supuesto, porque se encariñó con aquellos roces tras los incontables meses de abstinencia a los que su marido la sometía, que ya bastante tenía con satisfacer al decorador que le habían presentado aquella fatídica noche en el que ese tío de las manos tan largas, larguísimas le había dado por anunciar su compromiso con la chica que era más peligrosa con los cuchillos que una caja de bombas y que, para su desgracia, había trinchado a buena parte de su familia porque, entre otras cosas, le daba por untar el pan con el hacha de talar juncos y una cosa le había llevado a la otra.
El caso es que ahora las manos del hombre que no sabía que hacer con ellas descansan en la cesta del pan, entre miguitas antiguas, cortezas duras de molletes y pan para celíacos, etcétera.