Simón descubrió que le dolía el hombro cuando atrapó la pelota que le habían lanzado. Dijo ay, cómo duele. Pero no le dio mayor importancia. Siguió jugando y, aunque el hombro le dolía (“era como si tuviese un engranaje desplazado o me hubieran desenroscado un hueso”, así se expresaba Simón en aquella época), no dejó de brincar y de saltar durante los veintisiete minutos siguientes al primer pinchazo que sintió. Tras este periodo de tiempo, Simón dijo ay, cojones, cómo duele. Y luego, vaya dolor más insufrible, Dios santo.
Los médicos de urgencias le hicieron multitud de pruebas (“marranadas”, según Simón) que sirvieron para descartar causas probables y de las improbables prefirieron guardar secreto profesional. Como no daban con la causa del dolor y el dolor no remitía (“y eso que me pincharon todo lo habido y por haber de la farmacopea moderna”, asegura Simón en la entrevista televisada), llamaron a un prestigioso especialista que primero les insultó por interrumpirle un baño de hidromasaje y luego, ante las perspectivas del cuadro clínico de Simón, se disculpó porque vislumbró en aquel hombro (“que me hacía retorcerme de dolor y decir socorro, qué alguien haga algo”, rememora Simón alzando el brazo), la guinda que colmaría su ascensión al Everest médico.
El prestigioso especialista le hizo más pruebas (“perrerías”, especifica Simón, que ya se ha puesto intratable) y, pese a que no descartó, en un principio, lo que más temía Simón y, por supuesto, la última opción llegado el caso, se limitó a seguir el protocolo.
En el telediario han procurado ponerle una chaqueta para que no se le notara la falta. Simón tenía poco que decir al respecto.