“¿Quién nos iba a decir que en las más altas escalas sociales se podían juntar personas de tan bajos niveles de moral?”, nos decía Manuel Alcántara en su columna del 10 de diciembre, cuando se refiere, entre otras cosas, a la Infanta Cristina y a su pareja en el amor… por el dinero, claro.
La monarquía, los sindicatos, los partidos políticos, los bancos, la judicatura, la Agencia Tributaria y otras instituciones del Estado y de la sociedad civil, depositarias de la confianza de la sociedad, que deberían dar ejemplo de honradez y rectitud moral, muestran, por el contrario, en el mundo entero y en la sociedad española de manera muy concreta, que no son precisamente el espejo donde mirarse ni el referente moral de la ciudadanía; que la confianza en las mismas se ha roto es más que evidente y parece obvio que volver a restaurarla va a ser una tarea de cosido y zurcido ardua y difícil, en la que algunas de ellas tendrán que renovarse casi totalmente y otras tendrán que desaparecer, por obsoletas y carentes de sentido en la sociedad actual.
El espectáculo de bárcenas, urdangarines, sobres y sobras, ERES y gúrteles, que constituye un insulto constante a la ciudadanía, está siendo realmente de circo, si no fuera por la gravedad de los acontecimientos y la desfachatez de los actores que intervienen en el mismo, con un desprecio total y una burla permanente hacia el público que contempla impotente e irritado tal exhibición indecorosa, insolente y deshonesta de la que él es, en definitiva, el realmente agraviado, estafado y perjudicado.
Tal y como están las cosas, habrá que pensar en hacer un nuevo contrato social, más coherente con los tiempos que vivimos y más estricto con respecto a qué instituciones son las que queremos que nos representen y por qué reglas van a regirse las nuevas relaciones entre éstas y las personas, la sociedad civil que, en última instancia, debe ser el fin hacia el que deben ir dirigidas las mejoras que se lleven a cabo, orientadas por principios y valores que, entre todos, debemos consensuar, si queremos que esta situación no nos lleve a nuevas cotas de terror y de cadáveres.
La división de poderes que nos legara la Modernidad por medio de Montesquieu parece haber perdido el norte y el fin para el que estaba concebida, y la capacidad de control que cada uno debe ejercer con rigor hacia los otros dos parece haberse disipado o evaporado de una sociedad a la que le pareció que lo había conseguido todo y quizás pensó que la involución ya no era posible y, en definitiva, se conformó con votar cada cierto tiempo a sus representantes y dedicar el tiempo del tiempo a disfrutar y a olvidarse de que la participación y la alerta continuas son los elementos imprescindibles para la salud de un sistema democrático.
La prensa y los medios de comunicación que, en gran medida, de ser considerados el cuarto poder, han pasado a ser los voceros de sus amos, han dejado de desempeñar con lucidez y con claridad el rol de ese cuarto poder que velaba en la palabra para que los otros tres no se desmandaran o se olvidaran de sus deberes y sus compromisos con la sociedad a la que deben respetar y cuidar.
En el panorama que respiramos en estos tiempos, es comprensible que el pesimismo, la impotencia, la rabia y el escepticismo campen por doquier por nuestras desconsoladas y desconcertadas sociedades del bienestar venido a menos.
Lo que sí parece evidente es que mientras que existan la injusticia, los agravios, la pobreza y sus miserias, la ignorancia y la desigualdad, habrá descontento, rencor y grandes dosis de insatisfacción, de resentimiento y de ira, que dificultarán la construcción de cualquier proyecto social y político duradero y satisfactorio, y que sembrará la convivencia de crispación, de agitación constante, de disturbios, protestas e insumisiones.
Aquel “homo homini lupus” que Hobbes describió como una lucha constante de todos contra todos en el estado de naturaleza, no puede estar de modo permanente instalado en las sociedades humanas, pues impide el desarrollo y el disfrute de las mejoras que se produzcan en ellas. Los dos últimos atentados en Rusia en estos últimos días de diciembre de 2013, el trágico conflicto estancado y las muertes continuas que se producen en Siria, la violencia que no cesa en Sudán del sur, Congo, Afganistán y un largo etcétera de conflictos repartidos e olvidados por el mundo, que se cobran diariamente muchas vidas, y los desplazamientos y las migraciones que generan huyendo del horror, aparte de la pobreza y el hambre que amenazan continuamente grandes cantidades de personas en el planeta, nos obligan a pensar en la necesidad de un nuevo modo de entender las relaciones entre las personas y los territorios que habitan, un nuevo contrato que permita una distribución más equitativa de bienes, derechos, oportunidades, libertades y recursos que, en definitiva, son de todos.
Por lo tanto, habrá que imaginar, crear, proyectar nuevas formas de organización y de control del poder, sobre todo del económico, de sus apartheid y sus paraísos, para que vivir sea algo más que mera supervivencia para una inmensa mayoría y un despilfarro, un lujo, una ostentación, un disparate y una acumulación obscena de riqueza y poder para una minúscula minoría.
Por Joaquín Paredes Solís