En ese afán por tenerlo todo organizado, comprimido, osificado y definido, los seres humanos nos empeñamos con demasiada frecuencia en aceptar fórmulas y dichos que creemos y seguimos de modo automático, sin pensar ni analizar realmente lo que en ellos se está afirmando, y así justificamos, en ocasiones, lo injustificable. El refranero está repleto de este tipo de fórmulas, que tuvieron éxito y que han sido guía para los que tienen pocas ganas de pensar, aceptando con resignación un destino que les parece inalterable.
Unos de estos dichos es el que afirma de forma taxativa que “es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer“, condenando con él, quizás sin ser conscientes de ello, a permanecer y ser consentidores de un statu quo que parece condenado a eternizarse en su estupidez, en su corrupción o en su ignorancia. Fórmula conservadora donde la haya, parece emitido para hacer de rémora y consejo paralizador de los deseos de cambio y mejora de lo que hay. Es la negación del progreso, de la ética, de la búsqueda, de la investigación, de la capacidad del ser humano para poder construir más y mejores formas de ser, de avanzar y de convivir.
Supone también la aceptación de lo que hay, el conformismo más irracional, capaz de justificar y preferir un estado de cosas, por mal que esté, a poner empeño, esfuerzo y voluntad por tratar de cambiarlo y, por supuesto, mejorarlo.
Desmontar este tipo de enunciados reaccionarios y rancios que parecen tener un barniz de magia y oscuridad que arraiga con facilidad en lo más instintivo de nuestros cerebros, y que se han enquistado en lo que a veces se denomina como “sabiduría popular”, es también misión de la filosofía; es decir, de un pensar que no se conforme con la aceptación, sin más, de cualquier afirmación, por muy enraizada que esté en nuestras tradiciones o en nuestro inconsciente colectivo.
Por Joaquín Paredes Solís