La política es el arte de conjugar la convivencia para extraer de ella el disfrute, el bienestar, el progreso y los mejores logros culturales, educativos y también los más saludables para la ciudadanía, y ello de la manera más equitativa que sea posible en función del momento y de las circunstancias.
Renunciar a esta actividad, “pasar” de ella, es ignorar uno de los componentes esenciales de la naturaleza humana, que se potencia en lo colectivo y con lo colectivo, que es como se va construyendo como persona y como ciudadano todo individuo.
Afirmar que se es apolítico, por ejemplo, es una pura vaciedad, un concepto vacío de contenido e incluso de sentido, salvo que se quiera decir con ello que no se pertenece a ningún partido político o que ninguna ideología o credo representa su visión o su concepción del mundo, su idea o su forma de concebir o de pensar la organización social. Porque afirmar que se es apolítico es declarar que no se tienen proyectos, ideas, sueños, que se carece de ellos y ni siquiera le interesan las teorías o los diseños para un mundo mejor, lo que parece contradecir también ese afán creativo que todo ser humano posee como algo exclusivo y esencial para explicar y desarrollar su propio ser.
En el juego político, por otra parte, participan muchos intereses de todo tipo, y el afán personal de medrar no es ajeno a un gran porcentaje de los que se dedican a la lucha por alcanzar el poder que es, en definitiva, el que va a permitir el organizar la sociedad de un modo u otro.
El poder, que actúa como un imán, para atraer, también para repeler, todo tipo de fauna ávida de conseguir privilegios, prebendas, beneficios, ventajas e inmunidades, se convierte, pues, en el objetivo de la lucha política, que se despliega con toda su parafernalia, miseria y esplendor, en las elecciones legislativas, en las que los políticos y la ciudadanía parecen aproximarse, al menos por un breve período de tiempo, el de la duración de la campaña electoral.
A pesar de todo, de la decepciones, desengaños y desencantos que la clase política produce una y otra vez en los ciudadanos de todo tipo y condición, la participación de éstos es imprescindible en el desarrollo saludable de las democracias, y aunque el votar se haya convertido en un mero trámite, en una liturgia que se repite cada cierto tiempo de modo casi mecánico, no se puede minimizar su valor y su importancia como método para determinar quiénes van a ser los representantes de la voluntad popular y los responsables del empobrecimiento o del progreso de la ciudadanía.
Renunciar a este deber y a este derecho es también un modo de desertar y de rendirse ante los embates de los que se empeñan en despreciar y oscurecer un sistema que, aunque imperfecto, nos permite ser partícipes y actores, aunque secundarios, de nuestro propio devenir. No lo olvidemos. Porque la abstención, la frustración, el desánimo y el miedo solo perjudican a la democracia.
Por Joaquín Paredes Solís