Creo que la peor miseria de nuestro tiempo consiste en la negligencia de políticos y sociedad civil (después de todo, somos los ciudadanos quienes, con nuestros votos, legitimamos o desaprobamos el statu quo) en materia medioambiental. Uno atiende atónito a los discursos políticos porque, mayoritariamente, ni se menciona la crisis ecológica, galopante y de una gravedad sin precedentes. Lo que está en juego es nada menos que la pervivencia de la civilización, porque es claro que nos destruimos al destruir la naturaleza. Frente a eso, el contenido de las prédicas y arengas de nuestros dirigentes, así como su tono, a menudo jactancioso, no es más que un bluf soporífero y desinformado. ¿El calentamiento global?: una patraña. ¿La explosión demográfica?: secundaria. ¿La extinción en masa de las especies?: insignificante. ¿La insostenibilidad de nuestras actuales prácticas agrícolas?: irrelevante. ¿La contaminación por plásticos de los océanos?: baladí. Escuchar a un político —y apenas importa su querencia ideológica— es asistir a la subestimación más torpe de lo perentorio. Como dice Antonio Muñoz Molina: «Quién hablará ahora del calentamiento global, cuando tantos problemas son más urgentes, quién defenderá el menor esfuerzo por aliviar una catástrofe que quizás ya está sucediendo: en el porvenir que no imaginamos otras personas se asombrarán tal vez de nuestra ceguera, se preguntarán, igual que nosotros nos preguntamos al estudiar el siglo veinte, cómo fue posible que se hiciera tan poco por evitar lo que todavía no era irremediable».
Políticos que se tomen en serio la naturaleza, haylos; pero, o bien incurren en incoherencias de todo tipo (por ejemplo, al mismo tiempo que defienden prácticas de reducción de los medios de transporte privado en las ciudades, opinan sin acierto sobre pseudociencias o pseudomedicinas, excusándolas, o cuando defienden explicaciones poco científicas contra los alimentos transgénicos…), o bien transigen con ideologías más bien obsoletas y poco realistas (por supuesto que hay que criticar la lógica del capitalismo, así como sus falsas promesas y valores meramente materiales, pero no me parece de recibo proponer como alternativa ideologías opuestas igual de desastrosas…). No creo que en España haya un partido político ecosocialista, propiamente dicho, en el bien entendido de integrar el ecologismo con la justicia social. (Según se desprende del Informe Mundial de Ciudades 2016, el 75 % de las ciudades son más desiguales que hace 20 años).
¿Y qué pasa con todos nosotros, los ciudadanos? ¿Tenemos (suficiente) conciencia ecológica? La gente habla del cambio climático como algo «natural», con la paradoja de que el actual cambio climático es justamente lo contrario: de origen antropogénico. El concepto ha calado en el lenguaje corriente no por lecturas y curiosidad propias, sino por el simple hecho de que «nos suena» de la tele. Pero ni se entiende lo que significa, ni se sabe lo grave, irreparable e irreversible del proceso. ¿Que en octubre sigue haciendo el mismo calor que en verano? «Otros años ya pasó; El tiempo es así; Mejor, porque podemos estar en la playa; No pasa nada, y si no llueve, pues comemos de secano»… El común de la gente entiende el planeta como «zona de sacrificio». Incluso quienes se declaran laicos o ateos, incurren en la contradicción de creer —como el cristianismo— que la Tierra y los seres que la habitan nos han sido dados por Dios para uso y dispendio del hombre.
Hay una tendencia ecocida (in)consciente en nosotros, la asunción del consumo ilimitado como credo y el mito del crecimiento infinito como dogma.
¿Qué hacer entonces? A mi juicio, además de todos esos pequeños gestos conocidos e inexcusables (ahorrar agua y energía, reciclar los desechos, usar mucho menos el coche, etc.), debemos exigir una democracia ambiental, máxime porque con nuestras maltrechas democracias será imposible lograr la sostenibilidad. Como sociedad civil, debemos entender que no habrá democracia si no es ecológica, que ya no puede haber justicia ni paz sociales sin justicia ni paz medioambientales. Y que los sacrificios que están por venir serán inexorables.
Por Guillermo da Costa Palacios