Quizás no sabemos cómo somos ni por qué. Pero la falta de seguridad absoluta en nuestros saberes no nos condiciona a la hora de reflexionar, discurrir y teorizar.
Cuando reflexionamos estamos manifestando nuestra inclinación a entender y comprender algo que nos interesa, porque lo necesitamos o porque nos llama la atención. Reflexionar es darle vueltas al pensamiento, analizar, relacionar. Discurrir es pensar que se avanza. Teorizar es dar respuestas razonables, convincentes y satisfactorias a todas las cuestiones básicas relacionadas con lo reflexionado y discurrido.
Todo se hace a nuestra medida. Por eso no podemos estar totalmente seguros de que nuestro modo de ver y entender es verdadero y definitivo. Schopenhauer, en su obra El mundo como voluntad y representación, explica que todo quiere cambiar, como si nada estuviera conforme con ser como es, y que todo es como el ser humano es capaz de representarlo, según su capacidad mental. Por otra parte, la Historia nos demuestra que nuestra interpretación del mundo ha venido necesitando de variaciones, a veces muy significativas. De tal modo que ya estamos seguros de que nada es definitivo. Ni el Ser, ni nuestra manera de entenderlo y de hablar de él. Hemos llegado a descubrir que todo cuanto existe, en la forma que existe, ha tenido principio y tendrá término, desde la Naturaleza a la que pertenecemos, hasta la misma Tierra que habitamos o el Sol que cogenera la vida.
Pero el ser humano es un ser maravillosamente especial. Nunca se resigna ni se conforma con no saber. Por eso imagina, sueña y teoriza. A lo largo de la historia reciente (¿10.000 años?) se han creado, al menos, dos clases de teorías con cierto éxito entre la mayoría de las personas. Se trata de las teorías fantásticas y de las teorías científicas. Las teorías fantásticas generan conversaciones de esta clase:
Diálogos de esta clase se siguen dando todavía hoy en muchas partes del mundo. Incluso en la culta España y en la Ilustrada Europa.
Menos mal que, a veces, aparece un tercero que ‘tercia’ diciendo que no venimos del mono, ya que los monos no son nuestros padres sino nuestros primos. Y, por tanto, ellos y nosotros provenimos de troncos comunes anteriores. Pero, lo que es científicamente indudable (o sea, lo más indudable que es posible) es que somos resultado de un proceso evolutivo, como los demás seres del Universo. También sabemos (dentro del mejor saber posible) que somos resultado cambiante, que puede modificarse, y esto nos permite ser de voluntad optimista, aunque la razón nos amenace con el persistente silogismo pesimista.
Somos como somos porque, de momento, no hemos sido capaces de pensar de otra manera. Aun sabiendo que, para ello, podría bastar con que lo pensara uno solo. Los demás lo podríamos estudiar y aprender.
Por Juan Verde Asorey