Se entiende por falacia cualquier argumento en el que se produce un fallo lógico o un error de conexión entre las premisas y la conclusión, es decir, que la información que se ofrece (conclusión) no proviene de los supuestos (premisas) de los que se parte como condición para la misma. Por ejemplo, no se puede aprobar una oposición, si antes no hay alguna clase de ‘trato’ con el tribunal.
Una cosa es equivocarse, y otra es jugar con el engaño intencionado. Cuenta la historia que éste era el juego preferido de los sofistas, según algunos intérpretes del pensamiento de Sócrates. El perverso ‘arte’ del engaño consiste en ofrecer como verdadero un razonamiento tramposo, fraudulento, embustero, embaucador.
Cualquier estudiante de Bachillerato termina entendiendo la mayoría de las falacias, aun admitiendo que no se le da bien la Lógica.
La palabra falacia proviene de los términos latinos ‘fállax’ (falaz, mentiroso) y ‘fállere’ (fallar, engañar). Los vocablos fraude o fallo son de la misma familia.
Las falacias pueden ser formales, como la ‘afirmación del consecuente’ en una sentencia condicional (si estudias, aprobarás; has aprobado, por tanto has estudiado), y pueden ser no formales. Éstas últimas son las más difíciles de detectar y forman parte del uso corriente en la conversación ordinaria. Cuando alguien ataca a su interlocutor, en vez de refutar sus argumentos, se dice que cae en la falacia ‘ad hominem’ (‘contra la persona’). Por ejemplo: “¡Ése a mí no me puede hablar de política económica porque es de derechas!”. “Lo que no se puede decir, y menos usted…” (Rajoy a Rubalcaba; 31-10-12).
Si uno falla en el razonamiento por basarse solamente en el supuesto prestigio de una persona a la que admira (falacia ‘ad verecundiam’), puede hacer afirmaciones como ésta: “¡Si mi primo dice que la religión es una patraña, eso es así sin dudar!”. Hay otras muchas (ignorancia, vaguedad, falsa causa, ambigüedad, etc.). Pero la que más abunda, sobre todo en el mundo de la economía y de la política, es la denominada falacia ‘ad pópulum’ (para o contra la masa), en ella se recurre a los sentimientos o intereses del oyente para ofrecerle lo que quiere oír (conclusión), a partir de falsos supuestos (premisas), prometiendo pingües ganancias sin explicar cómo ni con qué garantías, asegurando un cambio de rumbo en la economía general con el simple cambio de voto, o prometiendo un alto grado de autoestima y felicidad si se independiza de otros pueblos ‘remorosos’ (de rémora) por ser malos compañeros de viaje (vagos, pobres o incultos).
Esto nos lleva a la tan manida falacia ‘democratista’ (decide por todos una mayoría de una minoría).
Se entiende por democracia aquella forma de organización política en la que el pueblo (mediante el voto y otras formas de expresión) dice quiénes quiere que gobiernen y cómo quiere que lo hagan, durante un determinado espacio de tiempo. No se trata, como suele repetirse rutinariamente, del gobierno del pueblo. No gobierna el pueblo. Gobiernan los gobernantes, es decir, los encargados de hacerlo. Es evidente que el pueblo (la población general, la gente, ‘people’) no hace leyes ni establece los procedimientos de aplicación de las mismas. Un grupo de alumnos de Bachillerato, verbigracia, no establece los contenidos de sus asignaturas ni los niveles de exigencia, pero aceptaría aprobar con un 3 y suprimir cuatro temas del programa. Sin embargo, dichos alumnos se quejarían si el profesor dice que sólo se aprueba a partir de 7 y que se incluyen los tres temas no explicados. Pero seguramente no sabrían explicar por qué ambos supuestos son injustos. Por eso, no se puede gobernar por referéndums, ni aplicar justicia por manifestaciones callejeras, aunque ambas cosas puedan ser útiles para ‘información’ de quienes legislan o hacen justicia. El pueblo apoya a sus gobernantes y paga por sus servicios, pero son ellos quienes tienen que saber gobernar bien. El pueblo, por su parte, debe saber exigir, mediante la opinión, la crítica, la reclamación, el voto.
La falacia democratista se da, cuando unos pocos deciden sobre cosas que afectan también a otros que no pueden intervenir en esa decisión. Nadie define como acuerdo democrático el tomado por once ladrones cuando acuerdan robar un banco, diez ‘síes’ contra un ‘no’, porque no ha participado el personal del banco, ni los clientes, ni los accionistas, ni la policía, ni…). Pero tampoco es democrático el acuerdo tomado por el parlamento de Hitler para invadir Polonia.
Sería absurdo afirmar que una guerra se hace por decisión democrática, a no ser que la aprobaran todos los posibles afectados en referéndum (quizás el mundo entero), lo que sería realmente kafkiano. La democracia exige que puedan participar todos cuantos se sientan afectados por las consecuencias de lo que se vota. Si el parlamento extremeño decide por unanimidad desviar el Tajo desde Cedillo a Badajoz, para incluirlo en el Guadiana, no podría ser aceptado como democrático ese acuerdo, porque afecta también a los portugueses, a otros españoles, e incluso al ecosistema del Atlántico. Alguien puede decir que eso limita las libertades individuales y de grupos. Es evidente. Pero en democracia nunca pueden decidir solamente las mayorías de ciertas minorías.
Por Juan Verde Asorey