DIEGO ALGABA MANSILLA | BADAJOZ
Se llaman Alicia, Delia, Flor, Rosmary. Viven 6 o 7 de la misma nacionalidad en pisos de dos habitaciones, aunque realmente donde más tiempo pasan es en la casa de ancianos donde la palabra mañana es una incógnita. Los cuidan y dan cariño acariciando su desgastada y rugosa piel. Limpian la cocina y los baños enmascarando el fuerte, y en ocasiones incómodo, olor de la vejez para que cuando lleguen los hijos todo huela bien. Descansan un día a la semana que aprovechan para ir a los locutorios a reunirse con los suyos o en discotecas que se llaman latinos, o nombres parecidos, donde van para intentar no pensar en el hijo, al que hace años que no ven y que dejaron al cuidado de sus padres y hermanos y a los que envían parte de sus escasos ingresos. Algunas veces cuando pasean por la calles tiene que agachar la cabeza y fingen no oír a los que cuchichean con desprecio «mira, han venido a quitarnos nuestro pan». Lloran en la soledad de la noche, mientras sueñan con localizar en el dial alguna cadena de su país teniendo la otra oreja pendiente del abuelo que duerme en la habitación de al lado.