La primera vez las vi en la sección de frutas, luego, dos turnos delante de mi en la caja. Las dos eran morenas, tenían abundante pelo negro que movían con naturalidad, un movimiento de cuello que mostraba la sedosidad de una negra cabellera que entraban ganas de tocar como al perrito del anuncio de papel higiénico. Tenían la cintura estrecha y una larga y elegante pierna. Colocaban con delicadeza y movimiento lentos de cisnes hipnotizadores, yogures desnatados, leche desnatada, coca cola light y mermelada sin azúcar, en la cinta transportadora del supermercado. Cada uno de sus movimientos y gestos eran un sueño de sensualidad cautivadora que ni yo, ni los pocos clientes que a esas horas de la mañana estábamos en la cola podíamos dejar de admirar embobados. Dos modelos de piernas largas sin moyas ni varices, que se movían en los tacones como si hubiesen nacidos dentro de ellos. Dos bellezas de la naturaleza a las que el bisturí todavía no había restado frescura. Dos mujeres de las que no ven por el barrio. De repente sucedió. Toda la magia de aquellas mañanas donde parecía que dos ángeles había bajado a la tierra para hipnotizar a los pobres mortales se deshizo en el momento que una de ella abrió la boca. Todos los que allí estábamos pendientes de sus divinos gestos pudimos escuchar su voz terrenal. “Tía, hace un calor que te cagas, dijo la más alta.
Cuando me fui, hice un esfuerzo por recordarlas. Quise prescindir de la frase pero se me venía a la cabeza una y otra la maldita expresión. No tenían que haber hablado. Ya solo podía recordarlas como dos vulgares Belenes Esteban caminando por las numerosas pasarela de la vulgaridad.