No recuerdo cuantos años hace que lo inauguraron. Yo iba por la novelería de conocer algo diferente en aquellos tiempos en los que me gustaba más descubrir que profundizar en lo conocido.
Diseñaron una pista aprovechado la orografía de la dehesa. Un circuito de cinco Km donde Cada 800 o 900 metros instalaron aparatos para realizar ejercicios. Hace tanto tiempo de aquello que solo recuerdo una cuerda para escalar. Duró poco. Lo que no está vigilado lo rompen o se lo llevan.
Sigo yendo a San Isidro, me gusta correr entre encinas. Nunca había reparado que había un parque para niños hasta que tuve una hija. Hace poco la llevé. Había columpios normales de maderas, no como los de otros parques que parecen diseñados para futuras estrellas del circo del sol.
Cerca de los columpios sonaba bachatas y música de perreo que salían de los altavoces de varios coches, mientras unos colombianos bailaban, asaban panceta y bebían botellas de cocacola de dos litros. Para eso también está el parque, para que los que no tienen parcelina de los domingos.
A los dos o tres semanas volví; las escaleras del tobogán estaban rotas, de los dos columpios solo quedaba uno.
Cerca había dos familias de adultos con adolescentes, de pronto, un joven saca una escopeta de balines apuntando en todas las direcciones ante las risas de los mayores.
Otro adolescente cogió el BMW y empezó a derrapar a toda velocidad mientras los adultos jaleaban su habilidad, realmente era diestro con el volante, esquivó con soltura a dos niños que estuvo a punto de atropellar. Todo terminó bien, sin heridos y con una gran ovación de su familia. San Isidro, un parque público que tiene propietario cada domingo de sol. Impera la ley del más fuerte, del más macarra. La dehesa tiene dueño.
Lo que asusta de las cosas es la cercanía. Impresiona más una escopeta de balines en San Isidro que un kalashnikov en París. Duele más un atentado en Bruselas que otro en Pakistán