El sábado 8 de julio se cocía Badajoz a 42 grado. El asfalto era chicle derretido. No había nadie por la calle. En un acto de valentía e insensatez, retando a este calor que condiciona la vida y horarios de los pacenses, decidí ir a Portugal para estrenar las ruedas nuevas del coche. Por la mañana me las cambiaron en un taller de antes: mecánicos manchados de grasa, almanaque de pared con los meses sin actualizar, seguramente la chica morena de junio les gustaba más que la rubia de julio. Un joven con tatuajes de colores, pendiente de aro y coleta pide las ruedas a la fábrica por wasap. Me pide una señal, 20 euros, que anota en una libreta de alambres pequeñita. Le pido un recibo. Dice que no es necesario, que con él no hay “poblema”. No se fía de mi solicitándome una señal y yo de él si. Debe ser que las barbas, cuando se trata de ser honrado, generan más sospechas que las coletas.
En el restaurante no hay Españoles y pocos Portugueses. Le pido la cuenta y nos traen un beirao dice que no hay prisa y comienza a hablar con nosotros el camarero: 31 años, Teniente de Alcalde del pueblo, representante de vinos, socialista como su padre. Le pregunto por su ambiciones políticas. Dice que no tiene, que no cobra nada, que su mayor recompensa es poder ayudar a la gente de su pueblo. Al final terminaron todos sentados en nuestra mesa. El camarero político; el dueño del restaurante que cuenta sus años de forcado y de empresario de una cuadrilla de calzadiña y una cocinera gruesa con el mandil puesto. Somos los únicos que quedamos en el bar-restaurante. Supongo que estas cosas son las que les pasa a Alonso de la Torre cuando va de aventura gastronómica por los pueblos portugueses. Joao, trae otro beirao. El tiempo se detiene con la pausa que le dan los portugueses al hablar con la musicalidad nostálgica del fado dulcificando un ambiente de charla pausada y serena. Fuera el asfalto sigue cociéndose en un chup chup de fuego lento y constante.