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Diego Algaba Mansilla

MIGAS CANAS

CON LO QUE UNO HA SIDO

Pedaleaba en una bicicleta estáticas delante de mi. Ese día no había muchos deportistas en el gimnasio y podía ver sin dificultad como brincaba, sobre su espalda morena, una trenza larga que seguía el ritmo de las pedaladas. Un cuerpo lírico, fuerte, y femenino dentro de un maillot celeste. Se movía con una elegancia natural, gestos que no se aprenden y con los que algunos afortunados nacen y otros sueñan. Manos largas de uñas largas que prolongan un cuerpo de mujer atlético y femenino. Parecía una diosa que hubiese bajado a la tierra para mostrar a los humanos los secretos de la belleza. No suelo mirar en el gimnasio porque los demás tampoco lo hacen pero a ella si la miro, me gusta verla, me hipnotiza su ritmo, su cadencia,su elegancia, su belleza.

Pedalea sin descomponer la figura. Pasé a su lado. Me hubiera gustado invitarla a cenar, pero para prolongar la ilusión y evitar la crueldad del no, solo le pregunte la edad, ni siquiera su nombre. 30 años. No fue una pregunta cualquiera. No pregunté yo. Preguntó el subconsciente. Desde hace algún tiempo me preocupa el paso del tiempo. La injusticia de los años cumplidos y esa desigualdad entre deseo y vejez. Uno cada vez es menos deseable, aunque siga deseando.

Los niños quieren ser mayores porque todavía no conocen las trampas de los años. Las trampas de un mundo imperfecto y cruel en el que no hay relación entre el deseo que permanece y el cuerpo deteriorado. Caminan a ritmos diferentes años y mente. Me entristece que todo haya pasado tan rápido, que estén tan lejos esos 30. Poco a poco voy acolchando mi mente para acostumbrarla a las derrotas. Acomodado en la felicidad de mi rutina han pasado los años, ahora me toca asomarme al balcón alejando de la barandilla ante el vértigo de una juventud que ya no me pertenece. Diosa de la belleza pedalea delante de mi como un sueño inalcanzable. Esta ya no es mi guerra.

Me pongo a escribir mientras oigo el tic tac del reloj semejante a los latidos finitos de mi corazón. Escribo desde esta casa solitaria donde cada vez huele más a viejo y menos a esa fresca fragancia de la juventud. Esta noche de sábado me estoy acordando de ella, del día que le pregunté sus años, 30 me dijo, con una inaccesible sonrisa.

 


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