Entre el pueblo y el río se extendían las parcelas. Las últimas llegaban hasta los eucaliptos. Cinco hectárea de aquella tierra de secano convertida en regadío para cada agricultor. La mayoría sembraba tomates dándole al marrón de la tierra una capa de color rojo vivo solo interrumpida por el claro de las besanas. En aquellos tiempos todavía no se habían inventado los aspersores, ni el riego por goteo. El grifo que regulaba el mayor o menor flujo de agua eran los montones de tierra que se hacían con la azada para guiar el líquido por unos surcos u otros.
Los niños se entretenían poniendo nombre a los animales. Las golondrinas formaban como disciplinados soldados encima de los cables de la luz, vigilando la llegada de cazadores con escopetas de balines o muchachos con tiradores hechos con las gomas de las cámaras viejas de las bicicletas. Los parceleros se cargaban con la energía del sol y el agua de lluvia que eran su gasolina, la sangre que fluía en el interior de rudos cuerpos curtidos a la intemperie protegidos por un sombrero de paja.
Hombres de campo fuertes y trabajadores que tenían como reloj el sol. Al caer la noche, sentados en sillas de enea, se charlaba de la siega y la siembra en el porche donde cuatro o cinco hijos jugaban en la puerta con otros cuatro o cinco niños del vecino de parcela con pelotas de trapo y cajas de cartón. Los domingos se vestían de domingo y después de misa se tomaban un vino en la taberna para seguir hablando de campo. Se comía del huerto, de las gallinas, de la vaca… En época de recolección cogían lápiz y libreta para hacer unas cuentas que nunca salían. Muchos de estos parceleros acabaron sus días en la ciudad, en casa de esos hijos que jugaban en el porche, esos a los que se empeñaron en dar estudios para que no pasaran frío en invierno, ni calor en verano.
Me he acordado de los parceleros después de ver a uno de ellos cogiendo las aceitunas de un Olivo que hay al final de la Avenida María Auxiliadora. Porque para los que han vivido en la libertad del campo les resulta difícil adaptarse a las cuatro paredes de un piso al que hay que subir en ascensor.