Me gustaría no volver a escribir sobre el coronavirus pero no se me va de la cabeza. Es lo que nos condiciona la vida en estos momentos y según las previsiones lo seguirá haciendo en el futuro. Es difícil dejar de pensar en ello, en su crueldad. En padres alejados de los hijos, en enfermos hospitalizados sin acompañantes, en entierros sin familiares, en los entubados, en los muertos, muchos muertos. y en los vivos, cada vez menos vivos y más zombis. Niños encerrados, ancianos sentenciados, esos mayores que sacaron del apuro a muchas familias durante la crisis económica a los que ahora el bicho está matando. Un panorama desolador. Calles vacías, Imágenes de ataúdes apilados, multitud de entierros solitarios.
Voy de la silla al balcón engañando al pensamiento de la ausencia de los besos, de los abrazos, del papá te regalo este dibujo. ¿Papá porque trabajas en la sanidad?, una pregunta que me golpea cada vez más fuerte en un corazón dividido entre el sístole y el diástole, entre el orgullo y la pena.
Me asomo al balcón y miro una calle por donde no pasa nadie. El bar de enfrente está cerrado, como todos. Entorno los ojos y veo en una nube aquellos momentos de charla ayudados por el atrevimiento de una copa de vino. Lo veo como algo lejano, parece de otra época, de otro tiempo aunque solo haga un mes y pico.
La vida nos muestra su fragilidad, nos enseña como en cualquier momento se puede quebrar todos los sueños. Abro los ojos. El único paisaje de vida en la calle es un hombre con un perro a esa hora en las que las avenidas estaban llenas de niños con uniforme que iban de la mano de sus padres con mochilas cargadas de futuro caminado hacia la luz y no en esta penumbra.
Es miércoles, fuera llueve y siento el pulso de los muertos que golpea la tarde en el silencio de una autopista donde solo se oye sirenas de ambulancias. Me vuelvo dentro entre cuatro paredes que ya no me parecen tan blancas, ni tan diáfanas, ahora aprietan hasta ahogar. Llega otra vez la noche, la cama ya no es aquel lugar de sueños placenteros.